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En distintas entradas de este blog se ha apuntado que la práctica científica, como cualquier otro producto cultural, está influida por el contexto social en el que se desarrolla, y que por ello no puede declararse neutral. Como tan bien señalara la profesora de biología de la Universidad de Harvard, Ruth Hubbard: «No existe tal cosa: una ciencia que sea objetiva y libre de valores». Al hilo de este argumento nos interesa recordar que muchos conocimientos científicos se han visto distorsionados por la ideología androcéntrica dominante en nuestra cultura patriarcal, que privilegia a un sexo sobre otro.
Así lo ha expresado, entre otras muchas estudiosas, la profesora de Historia de la Medicina de la Universidad de Málaga, Isabel Jiménez-Lucena, durante una entrevista realizada en junio de 2019. La especialista apuntaba que «en una sociedad marcada por la desigualdad de género entre hombres y mujeres, la ciencia no ha hecho más que reproducir esos mismos patrones en su manera de obtener el conocimiento. En nombre de la “objetividad”, las mujeres han sido sistemáticamente excluidas». Dicho de otra manera, siguen pagando el peaje de herencia histórica y de cosmovisión prejuiciada.
La profesora de Psicología de la Universidad de Wisconsin (University of Wisconsin-Madison), y autoridad académica internacional en el tema Mujeres y Género, Janet Hyde, ha expresado recientemente, en febrero de 2019, que «los estudios de mayor alcance realizados hasta la fecha desmienten los estereotipos de género». Sin embargo, continua la experta, «nos enfrentamos a un fenómeno llamado “sesgo de confirmación del estereotipo”, proceso por el cual tan solo ponemos atención sobre aquella información que confirma nuestras creencias […]. Si damos por hecho [determinadas premisas], todo dato que respalde esa hipótesis será magnificado, mientras que aquello que la contradice se tenderá a minimizar. Por esto decimos que los estereotipos son muy resistentes al cambio».
No obstante, y pese a la tenacidad con que los estereotipos se hayan querido aferrar al convencional pensamiento científico, es ampliamente admitido que entre las cualidades que reflejan la grandeza de la ciencia destaca la capacidad para corregir sus propios errores. Se ha dicho, al respecto, que la primera verdad ha nacido de reconocer un primario error.
Dentro del ámbito del atractivo campo que estudia nuestros orígenes y evolución, durante las últimas décadas numerosas científicas han logrado ejercer una fuerte influencia en la orientación de las nuevas investigaciones, abriendo el camino a una revalorización radical de los roles femeninos en las sociedades del pasado. Mujeres productivas, inventoras, artistas, conquistadoras…, están aflorando a la visión de todos y todas, invalidando paulatinamente los viejos y caducos clichés androcéntricos, exclusivamente centrados en figuras masculinas.
De los múltiples ejemplos existentes, nos parece ilustrativo centrarnos en un aspecto altamente discutido: la supuesta debilidad física de nuestras antepasadas, aquellas homininas que formaron la mitad de las poblaciones humanas que a lo largo de milenios recorrieron y conquistaron el planeta.
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