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Capítulo 40
1-2: «Consolad a mi pueblo»
Después de la amarga y dramática experiencia del exilio en que el Señor parecía haber abandonado a su pueblo, Dios mismo irrumpe en escena. El profeta es portavoz de estas palabras hermosas y entrañables proferidas por el mismo Dios: «Consolad, consolad a mi pueblo». No sólo es que Dios manda al profeta consolar a su pueblo, sino que el consuelo va a ser obra del mismo Dios (49,13; 52,9), hasta el punto de que El se denomina a sí mismo «Consolador» (51,12).
Son palabras llenas de ternura («hablad al corazón de Jerusalén») y de firmeza («decidle bien alto»).
El motivo del desconsuelo es el destierro, pero más al fondo es el pecado de Israel, que estaba en la causa del destierro. En efecto, el pueblo ha experimentado la dureza del exilio, pero sobre todo ha sufrido con el alejamiento del Dios que era su vida, su fuerza, su alegría y su todo; sin templo, sin profetas, sin rey (cfr. Jer. 14,17-21), el pueblo va a la deriva y se ve sin futuro.
Por eso, Dios -por medio del profeta- se apresura a asegurar a su pueblo que ya ha pagado su pecado, que «ya ha satisfecho por su culpa». El exilio ha sido una dura penitencia, un castigo, ciertamente merecido por el pueblo, pero que providencialmente le ha conducido a la penitencia y a la conversión.
Tal vez la expresión «ha recibido de mano de Yahveh castigo doble por todos sus pecados» sea una alusión a Ex. 22,3-8; si Israel ha debido «pagar el doble» -pena impuesta a los ladrones- tal vez esté insinuando que con sus infidelidades Israel ha robado a Dios su gloria (cfr. Ez. 36,20). Tal vez sea una expresión de compasión, un «ya está bien», «es suficiente, demasiado incluso»; el lamento de una madre que se queja de que el verdugo ha castigado a su hijo más de la cuenta (cfr. 47,6).
-¿Acaso nuestro pueblo no necesita ser consolado? ¿Acaso sus sufrimientos no son en grandísima medida consecuencia -directa o indirecta- de sus propios pecados? ¿Acaso mucha gente no experimenta hoy sensación de exilio, de sentirse como extraños en medio de un mundo cada vez más inhumano? ¿Y acaso no nos ha sido dado el Espíritu Santo precisamente como Consolador (Jn. 14,26; 15,26; 16,7)?.
3-5: «Abrid el camino a Yahveh»
La culpa de Israel está pagada y se le anuncia el consuelo. Pero hay más. El profeta manda ponerse a actuar. A un pueblo paralizado por el destierro y la desesperanza se le dice imperativamente: «abrid camino... trazad una calzada...»
El consuelo anunciado en el v. 1 consiste en que Yahveh vuelve a su pueblo. Ciertamente Dios no sólo promete, sino que cumple lo prometido. Dios viene, y si viene es para actuar, y si actúa es para hacerlo como a Él le corresponde. El ya está en camino, ya ha puesto en marcha su plan de salvación; pero el pueblo no puede quedarse pasivo: debe «despertar» y «levantarse» (51,17), debe preparar el camino para acoger al Señor que viene a salvar a su pueblo; más aún, debe «salir» (52,11), ponerse en camino para ir al encuentro de su Dios.
A través del desierto Dios prepara un nuevo éxodo a su pueblo. Si en el primer éxodo Dios se había hecho reconocer por su pueblo y por los egipcios, esta nueva acción de Dios será mucho más prodigiosa, pues en ella «se revelará la gloria de Yahveh y toda criatura a una la verá». La grandeza y el poder de Dios se manifiestan cuando actúa; por eso el nuevo éxodo que va a realizar sacando a su pueblo del destierro de Babilonia va a ser una manifestación incomparable de su gloria.
¿Garantías? «Ha hablado la boca de Yahveh». Es como la firma. No hay mejor garantía que su palabra, que no pasa (40,8) y que siempre se cumple (55,10-11). Y esta palabra precisamente en cuanto pronunciada por el profeta, que es «la boca de Yahveh».
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