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La historia de una lengua viene a ser el resultado de la historia lingüística y cultural de muchas generaciones. Por eso la curiosidad de los científicos hizo que, en consonancia con lo que ocurría en otros ámbitos, los lingüistas de finales del siglo xix y principios del xx se propusieran como tarea la reconstrucción de las lenguas e indagar cómo actuaba del cambio lingüístico. Fue una época en la que se puso mucho interés en reconstruir protolenguas y en establecer las principales familias lingüísticas. Así se reconoció algo que se intuía desde siempre: que también las lenguas tienen edad y antepasados, una edad que en cierto modo corre paralela a la de la suma de las generaciones de sus hablantes.
Es cierto que las lenguas no cambiaban en la Edad Media como pueden cambiar ahora, cuando los medios de comunicación amplifican y globalizan lo que antes era local, pero también lo es que hay cambios cuyo recorrido se puede observar a lo largo de unas pocas décadas. Y tienen que ver con el paso del tiempo por los mismos hablantes y por su forma de hablar. El diccionario de dudas más utilizado en España, el Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española de Manuel Seco, se publicó por primera vez en 1961. En él se encontraba solución a las cuestiones lingüísticas que preocupaban entonces y tuvo tal éxito que su autor no dispuso del tiempo necesario, entre edición y edición, reimpresión y reimpresión, para revisarlo a fondo hasta el año 1986, en la novena edición. Habían pasado veinticinco años cuando Seco escribía:
En este lapso, naturalmente, la lengua ha continuado su evolución sin pausa, y si es cierto que muchos de los aspectos que en esta obra se comentaban no han cambiado de modo perceptible, otros han dejado de existir como problemas, ya porque tomaron un camino decidido, ya porque, sencillamente, se desvanecieron, mientras que otros nuevos han venido a ocupar la atención o la preocupación de los hablantes. Algunos puntos hay, por otra parte, que, siendo viejos, presentan un sesgo que reclama nueva consideración.
En veinticinco años, muchos aspectos difíciles del español no habían cambiado; otros ya no eran dudosos, en parte porque ya no existían; otros eran nuevos, y algunos de los viejos convenía abordarlos desde un punto de vista nuevo. Nuevo y viejo se repiten como adjetivos normales para ciertos aspectos de la lengua.
La mayor parte de los cambios surge de esa tensión entre lo «viejo» y lo «nuevo» que, sin duda, guarda relación con la edad de los hablantes, porque, a pesar de que la lengua materna es un bien que se transmite en la infancia por contacto intergeneracional, se va tiñendo de marcas propias en cada etapa de la vida. Es evidente que, por razones que tienen su fundamento en el cerebro, la infancia es la edad en la que las capacidades lingüísticas son mayores para todo lo relacionado con el proceso de adquisición de la lengua. Las familias y la comunidad son testigos de ese rápido proceso y de la enorme plasticidad cerebral de los niños hasta determinada edad, y no solo para el aprendizaje de la lengua materna, sino para el de todas con las que estén en contacto, de ahí la importancia incuestionable de una enseñanza temprana de otras lenguas que puedan convertirlos en bilingües o trilingües. Como tantas otras habilidades, las capacidades lingüísticas infantiles se desarrollan por contacto con hablantes de más edad, que ya tienen dominio de la lengua. Así se va adquiriendo poco a poco la lengua materna, porque históricamente han sido las madres, y a veces otras mujeres encargadas de la crianza, las que han desempeñado el papel de educadoras lingüísticas en el entorno familiar, e incluso en el escolar.
En su Historia de las hablas andaluzas, Juan Antonio Frago cita a Juan de Barahona y Padilla quien, en su Institución de toda la vida del ombre noble (Sevilla, 1577), advertía que había que corregir la pronunciación andaluza y las palabras que las amas transmitían a los niños. Por eso, al niño noble «deue su madre quitallo del Ama porque no aprenda alguna costumbre seruil. Y porque para el trato y conuersación vmana fue menester la habla, como instrumento con que se manifestasen los concetos, deue mostralle en los dos años siguientes con toda diligencia el lenguaje de su ciudad, limando, perfecionando y haziendo ciuiles las pocas palabras que toscamente le enseñaría su ama, de suerte que sea limpio, dulce y muy apartado del que vsa el vulgo.» Años después, en 1611, Sebastián de Covarrubias se refería en las definiciones de su Tesoro de la Lengua Castellana o Española a este protagonismo femenino en la enseñanza de la lengua y de sus usos sociales: