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lee peresoso o busca em gogle
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La medicina es, más que oficio o profesión, misión y vocación. Lo es más en las tierras de las Américas, donde adquiere un carácter como de sacerdocio llamado a cuidar la salud de la ciudad. Al igual que el profesor o el abogado, al igual que el sacerdote o el escritor, el médico corre el riesgo de enfrentar y confrontar a los poderes de hecho o de solaparlos. En esas circunstancias, el juramento hipocrático se puede transformar en un juramento civil, y el médico corre el riesgo de ser visto como un conjurado o un ser subversivo capaz de atraer sobre sí las iras de los poderosos. A la caridad cívica y social del médico de esa condoliente índole la pueden envolver, desde luego, la envidia y la furia. De ahí entonces que no sea extraño que un “memorial sin agravios”, como el testimonio autobiográfico firmado por Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) sobre su socrático padre, el médico y militante de los derechos humanos Héctor Abad Gómez, sea capaz de evocar la ferocidad vandálica de los primeros tiempos cristianos, en los cuales confesar la fe era sinónimo de dar testimonio para el martirio y donde –como decía San Jerónimo– “de todo esto que he dicho es peligroso hablar, peligroso es aun oírlo. Ni siquiera nuestros gemidos son ya libres. No queremos o, más bien, no nos atrevemos a llorar sobre nuestras dolorosas desdichas”.
En El olvido que seremos el novelista colombiano y antioqueño Héctor Abad Faciolince –conocido por obras como Malos pensamientos (1991), Asuntos de un hidalgo disoluto (1994), Fragmentos de amor furtivo (1998), Basura (2000), Oriente empieza en El Cairo (2001), Tratado de culinaria para mujeres tristes (2002), Palabras sueltas (2002) y Angosta (2003)– presenta un “memorial sin agravios” sobre el asesinato a la luz pública de su padre, ocurrido la tarde del 25 de agosto de 1987 en el espacio público donde se estaba velando el cuerpo de otro luchador social en aquella Colombia sacudida por la violencia de los paramilitares, militares, guerrilleros, narcomercaderes, políticos y gente de esa ralea temible que ha ido haciendo el desierto en el otrora dorado y donde, para citar a un orador clásico, “callan las leyes en medio de las armas”.
La frase que da título al libro proviene de un soneto, “Epitafio”, de Jorge Luis Borges, que el mismo Abad Gómez al parecer copió de su puño y letra la tarde misma de su muerte y que llevaba en el bolsillo junto con la lista de personas amenazadas de muerte, entre las que se encontraba él, lista que le fue hecha llegar por la mañana de ese mismo día. Aquí también hay un misterio pues el soneto “Epitafio” no se encuentra incluido en las obras de Borges: ¿será que este sigue escribiendo después de muerto?
La obra puede leerse como una novela o aun como un poema trágico en el que la muerte se anuncia, sigilosa, casi desde las primeras páginas para irrumpir definitivamente con la enfermedad y la muerte de la hermana Martha Cecilia por obra de un corrosivo cáncer de piel, unos cuantos años antes.
El género al que pertenece el libro, según su autor, es el del “memorial”. La expresión “memorial sin agravios” es una alusión directa al “memorial de agravios”, pliego crítico y analítico escrito en 1809 por el prócer y mártir de la Independencia colombiana Camilo Torres Tenorio, y publicado póstumamente en 1832, dieciséis años después de su muerte. La voz tiene en castellano cuatro acepciones principales: la de libro o cuaderno en que se anota algo para un fin; la de papel o escrito en que se pide gracia o merced; la de boletín oficial de algunas colectividades y, en fin, la de apuntamiento en que se hacen constar los hechos de un alegato o causa forense. Hay también una resonancia inglesa de recordación fúnebre en honor de los caídos, como en la fórmula Memorial Day.