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Es uno de los relatos que componen Crónicas marcianas, correspondiente a diciembre de 2001.
En otros relatos anteriores ya se nos ha dicho que el aire de Marte, aunque respirable, está enrarecido, hay poco oxígeno.
Esto causa problemas a un colono, Benjamin Driscoll, que está a punto de ser devuelto a la Tierra porque parece que no puede adaptarse al aire marciano. Pero Driscoll se empeñará en quedarse y convencerá al coordinador de la expedición de que se le asigne como tarea realizar la plantación de nuevos árboles.
El objetivo parece inalcanzable: el suelo marciano parece fértil, pero árido, las lluvias se retrasan. Sin embargo, Driscoll trabaja durante todo un mes plantando bulbos y semillas.
Finalmente, una noche llueve por fin. Cuando Driscoll se despierta a la mañana, todos los árboles han germinado y crecido hasta formar un esplendoroso bosque.
Un relato mágico, casi una fábula si pudiera detectarse una moraleja clara. Bradbury deja insinuado que quizás el suelo de Marte tiene propiedades asombrosas y por eso los árboles crecen tan rápido. En realidad, durante gran parte del relato el lector está temiendo que el final sea mucho más escéptico y amargo, que termine quizás al modo de la vendedora de cerillas, con Driscoll agonizando mientras contempla un imaginario bosque crecido de forma mágica. Pero la frase final de Bradbury no deja lugar a dudas. Tras el desmayo de Driscoll al aspirar el aire oxigenado al que ya no está acostumbrado, dice:
"Antes de que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido hacia el sol amarillo."
De hecho, el "Bosque de Driscoll" sería mencionado en un relato posterior: La elección de los nombres.
Sin duda, un relato optimista en el que Bradbury ha decidido recompensar el tesón en una idea constructiva.
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