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Hacía semanas que no los oía. A Raúl le resultaba extraño que ya no estuvieran deambulando por el jardín los ratoncitos que durante todo el verano lo habían acunado con sus mínimos pasitos en la pared contra la que estaba acomodada su cama.
Se levantó de prisa asustado y descubrió que ya no quedaba ninguno; se habían marchado sin despedirse. Los días siguientes fueron tristes y solitarios para el niño y dejó de reír y de sonreír como solía hacerlo.
Cuando su madre le preguntó qué le ocurría, él le manifestó su tristeza por la ausencia de los ratoncitos. ‘Ni siquiera les había dicho lo especiales e importantes que eran para mí’, sollozaba convulsionado por la pena. ‘No te preocupes, ya volverán’, fue la tranquilizadora respuesta de su madre.
Efectivamente, los ratoncitos regresaron. Pero cuando lo hicieron, había pasado demasiado tiempo y Raúl no los recordaba: se había convertido en un joven apuesto al que ya no le interesaban los asuntos de la infancia, preocupado en volverse mayor.
Por mucho que los visitantes rascaron las paredes, Raúl no les prestó atención. Y continuó con su vida adolescente como si nada. En el fondo de su alma el hueco del abandonado sufrido en la infancia continuó horadando silenciosamente y todos sabemos que, tarde o temprano, volvería a cobrar protagonismo en su vida; porque el tiempo no cura las heridas.