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El miedo a ser adulto, a crecer, a tener hijos, tiene una profunda relación con los referentes de adultos que uno tiene. En donde, en la mayoría de los casos, son los padres. A los cuales se los identifica con cualidades que uno cree automáticamente adoptaría si creciera. Que por supuesto son cualidades negativas. Crecer implicaría ser un quejoso, un mal padre, un violento, una persona tóxica que no dedica tiempo a sus hijos, alguien poco cariñoso o sobre-exigente, por ejemplo. De modo que el método más simple para eludir esas cualidades consiste en eludir la adultez, en fantasear con viajes solitarios por el mundo, en establecer el deseo de no tener hijos dentro de un movimiento político llamado feminismo — es decir, ubicando el deseo dentro de lo grupal y no como algo personal — o ser un eterno niño que sólo juega con lo idílico. Pero también es el camino más pobre, porque vive hipnotizado por esos astros negativos como si fueran la única manera de ser adulto. Y evita la responsabilidad de crear una forma original, propia, de lo que significa madurar.