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Siempre que se habla de ciudadanía, desde cualquier perspectiva, se tiene que hablar de la democracia en la cual se genera. Ciudadanía y democracia son dos conceptos centrales en el pensamiento político de nuestro tiempo, estrechamente vinculados.
El primero implica no sólo la existencia de derechos, sino también de obligaciones, y esto exige que las instituciones del Estado funcionen de una determinada manera, como componentes de un Estado de derecho, un Estado democrático y un Estado social. El segundo, es el ámbito de libertad, en el cual cada uno de los protagonistas de la democracia interactúan, con base en una ley suprema, la Constitución, en donde se fijan las reglas en que cada parte debe actuar y asumir en tiempo y forma los derechos y obligaciones que fija la ley máxima.
Desde esta perspectiva, hablar de ciudadanía significa situarnos dentro de una democracia amplia y fuerte, operativa y no solamente discursiva, y en contrapartida, también requiere hablar de ciudadanos activos y no solamente pasivos.
En México, el debate sobre la ciudadanía no es nuevo. Por más de tres décadas se ha venido discutiendo el tema, pero casi siempre ligado al proceso de construcción de la democracia electoral, es decir, al ejercicio del voto y a la conciencia de la importancia del mismo, dejando las perspectivas de los derechos civiles y sociales en un lejano segundo lugar.
La ciudadanía cobra prioridad en el debate público internacional en los años 90 del siglo pasado, como una respuesta a los grandes cambios que empezó a experimentar el orden político mundial: la caída del socialismo real, el neoliberalismo como una de las nuevas formas de la globalización y la consiguiente reducción de los derechos sociales y el aumento de la desigualdad, “la tercera ola de la democracia”, las nuevas migraciones masivas, etcétera.
A la luz de este debate, que busca dar respuesta a los requerimientos de una comunidad internacional en continua transformación, el concepto de ciudadanía añade a la noción tradicional (un derecho automático por la vía del nacimiento e identidad colectiva) el acceso a la justicia social, apelando a un sentido de igualdad, de superación de las diferencias de toda índole por la vía de los derechos. La categoría ciudadana va más allá del ámbito de la democracia electoral, contemplando la construcción de una ciudadanía activa, responsable, que conoce sus derechos y los defiende.
A pesar de lo anterior, hoy por hoy, no hay nada en la teoría democrática convencional que exija ir más allá de la concesión de derechos políticos para fundar la ciudadanía. No es extraño entonces, que la mayoría de los estudios sobre la democracia hagan caso omiso de las otras dimensiones de la ciudadanía.
Al concebir la democracia como mero ejercicio de representación política en el campo del Estado, se reproduce y se reafirma una separación entre la sociedad civil y la sociedad política que impide analizar las continuidades entre ellas y por tanto leer la democratización como un proceso que se origina y transforma en la sociedad misma.
Todo lo que se ha escrito en nuestro país sobre nuestra larga transición a la democracia, caracterizada por una serie muy prolongada y aún inacabada de reformas electorales, magnificó el protagonismo de los partidos políticos en el proceso y asumió que la democracia electoral era prácticamente, la única democracia posible.
Al proceder así, se perdieron de vista los cambios culturales ocurridos, mientras que las escasas innovaciones en la forma de gobernar, sobre todo en lo que se refiere a las formas de relación entre ciudadanos y Estado, quedaron fuera del ámbito del análisis. Peor aún, el papel de la sociedad civil en el proceso fue considerado irrelevante. La construcción de ciudadanía se limitaba a garantizar el derecho al voto.
A más de dos décadas de distancia, la visión de ciudadanía que sigue campeando en nuestro país, deviene de una concepción neoliberal que limita al ciudadano a un ejercicio pasivo de derechos, cuyo alcance depende del Estado, y en la que sólo el ejercicio del voto nos permite advertir la existencia periódica del ciudadano.
Qué importante que todos los actores participantes en nuestra democracia: gobierno, grupos de poder, grupos de presión y la ciudadanía organizada, puedan tener una participación activa, apegada a las reglas del juego que significan la ley y sus reglamentos, en un marco de equilibrio, de plena sintonía, en donde el balance equitativo entre gobernantes y gobernados den por resultado un nuevo diálogo, propositivo, respetuoso e innovador, más allá de los tiempos electorales, en el día a día de los mexicanos. Ése es el reto que enfrentamos.
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