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La familia es el lugar de las raíces personales. Gracias a ellos sabemos quienes somos, de donde venimos y cuál es nuestra conexión con el resto de la humanidad de la que evidentemente nos sentimos solidarios. Las raíces familiares se reflejan de una manera clara en nuestro nombre que es nuestra identidad social. El nombre propio indica nuestra identidad radical, nuestro yo, que es único en el mundo, pero a renglón seguido nuestros apellidos indican nuestro origen y nuestra procedencia: las raíces del yo. Antiguamente tenía mucha importancia la estirpe, el linaje, es decir, los antepasados que nos precedieron durante muchas generaciones. Hoy, en las sociedades modernas, esto ha variado e importan fundamentalmente las generaciones más cercanas: padres y abuelos.
Podemos descubrir la importancia de los orígenes, por contraste, en la compasión que suscita el huérfano que se caracteriza por carecer de algo esencial. El huérfano, evidentemente, puede desarrollar con plenitud su existencia pero siempre con un límite y con una carencia frente a la situación ideal: la presencia de los padres y del origen. Y los esfuerzos que algunas personas que desconocen a su padre o a su madre hacen para encontrarlos y localizarlos -aunque al final sólo puedan decir “ya sé quién es mi padre”- nos hablan igualmente de la importancia de las raíces.
La familia, generalmente, nos arraiga también no sólo a nivel personal sino territorial y cultural. A través de ella nos asentamos en un territorio y en una cultura determinada que será para siempre nuestra tierra o nuestro país. Por eso la familia es también, de algún modo, el lugar al que pertenecemos y al que siempre podemos volver