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La situación de la familia obrera urbana de la primera mitad del siglo XX, estuvo fuertemente marcada por los efectos de la creciente industrialización y la llamada cuestión social. Los altos niveles de hacinamiento e insalubridad en que vivían, generaron elevados índices de mortalidad infantil y enfermedades contagiosas como la viruela, el cólera y la tuberculosis. En este escenario, la naciente preocupación estatal por la salud pública se concentró en asistir como objeto de diagnóstico, a la familia obrera, para enfrentar los alarmantes altos indicadores de morbilidad.
El grupo familiar obrero típico estaba compuesto por ocho o nueve personas y podían estar conformados por matrimonios legales, uniones de hecho, o familias mono parentales encabezadas por mujeres. Al grupo nuclear se sumaban frecuentemente allegados, que podían ser parientes del matrimonio, compadres o amigos. La vivienda generalmente, no contaba con el espacio suficiente para albergar a un grupo tan numeroso de personas, ni con el mobiliario adecuado, que por lo general, se reducía a sólo dos catres para un grupo familiar de 9 personas, situación de hacinamiento que a ojos de observadores de la elite e instituciones asistenciales, era fuente de enfermedades, promiscuidad, inmoralidad y vicios.
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