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Alcides Arguedas
Selección
Raza de Bronce
LIBRO PRIMERO
EL VALLE
I
El rojo dominaba en el paisaje.
Fulgía el lago como un ascua a los reflejos del sol muriente, y, tintas en rosa, se destacaban las nevadas crestas de la cordillera por detrás de los cerros grises que enmarcan al Titicaca, poniendo blanco festón a su cima angulosa y resquebrajada, donde se deshacían los restos de nieve que recientes tormentas acumularon en sus oquedades.
De pie sobre un peñón enhiesto, en la última plataforma del monte, al socaire de los vientos, avizoraba la pastora los flancos abruptos del cerro, y su silueta se destacaba nítida sobre la claridad rojiza del crepúsculo, acusando los contornos armoniosos de su busto.
Era una india fuerte y esbelta. Caíale la oscura cabellera de reflejos azulinos en dos gruesas trenzas sobre las espaldas, y un sombrerillo pardo con cinta negra le protegía el rostro requemado por el frío y cortante aire de la sierra. Su saya de burda lana oscilaba al viento, que silbaba su eterna melopea en los pajonales crecidos entre las hiendas de las rocas, y era el solo ruido que acompañaba el largo balido de las ovejas.
Inquieta, escudriñaba la zagala.
No ha rato, al reunir su majada para conducirla al redil, había echado de ver que faltaba uno de sus carneros, y aunque no temía la voracidad de ninguna fiera ni la rapacidad de malhechores, recelaba que fuese incorporado a los hatos de la hacienda colindante, hechos a merodear en los flancos de la colina a orillas del lago o a la vera de los linderos marcados por hitos de adobes o pircas de rocalla, y ya harto conocía el ingrato rondar por entre gente agriada con pleitos, a cada instante suscitados por la posesión de ejidos que los terratenientes aún no habían deslindado.