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Si bien no tenemos en las Escrituras una definición de lo que es la libertad cristiana, sus principios aparecen de una y otra forma en muchísimos pasajes. Y esto no podría ser de otra manera, pues la posición propia de un cristiano es la de la libertad. Para mejor decirlo, Jesucristo mismo introdujo y demarcó el terreno de la libertad, en la cual nos ha puesto y en la que somos llamados a permanecer firmes (Gálatas 5:1). Desde entonces, el hombre de fe puede caminar en este ámbito que le es propio, pues su posición es la de la libertad, la de la libertad con que Cristo le ha hecho libre. “Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Juan 8.36).
El asunto de la libertad cristiana siempre aparece como un bien y privilegio inherente a esa posición característica a la que, como creyentes, hemos sido llamados e introducidos. Y aunque nos parezca ilógico, podremos advertir que lo verdaderamente difícil para un creyente es mantenerse en esa posición de libertad, ya que por nuestra flaqueza podemos tornarnos a la esclavitud del legalismo de las ordenanzas, o a justificar el libertinaje de la carne. Y tanto en un caso como en otro, podemos invocar, de una manera completamente errónea, el beneficio de la libertad cristiana como si fuese un bastión que justifica cualquier capricho de nuestra voluntad propia. Es por eso, que si bien el asunto de la libertad cristiana es un inmenso privilegio a nuestra entera disposición, propio de nuestra posición, su ejercicio práctico requiere madurez y el permanente juicio propio.
Antes de seguir adelante con este tema, procuremos definir o dar una idea de lo que llamamos libertad cristiana, para luego pasar a varios textos de las Escrituras que nos esclarecen sobre ella y su uso. En un primer momento, digamos que la libertad cristiana es ese bien propio y característico de la gracia de Jesucristo y de esa nueva posición en que Él mismo nos introduce y coloca, que supone la más completa emancipación que experimenta la conciencia al ser desatada, desvinculada y desembarazada de toda esa carga y yugo de las ordenanzas y ceremonias de la religión, y de todos los prejuicios, costumbres, dogmatismos y criterios humanos y mundanales (1).