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Recuerdo aquella tarde, en que en un basural, encontré una menuda insignia de plata, atravesado por unos signos incomprensibles. Lo guardé en el bolsillo de un traje que usaba poco. Cuando lo mande lavar el dependiente me devolvió la insignia en una cajita diciéndome: “Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo”. Entonces decidí usarla.
Acudí a una librería del viejo. El patrón del establecimiento se acercó y me dijo: “Aquí tenemos libros de Feifer”, “Feifer estuvo en Pilsen”, “Debe saber usted que lo mataron”. Mi pensamiento estaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero.
Caminando por la plaza se me acercó, un hombre menudo y me dio una cita que rezaba: SEGUNDA SESIÓN: MARTES 4. Ese día fui y todos me saludaban con gran familiaridad. Un señor de aspecto grave habló. No se precisamente sobre que verso la conferencia. Finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra con una tiza que extrajo de su bolsillo.
El disertante me llamó y me interrogó: ¿Es usted nuevo verdad? Si le dije. ¿Y quién lo introdujo? Y me acordé del viejo de la librería. ¿Quién Martin? ¡Ah es un colaborador nuestro! Expresó. Mantuvimos luego una charla ambigua. Antes de retirarme me dio un encargo: Tráigame la próxima semana, la lista de todos los teléfonos que empiecen con 38. Así lo hice. Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de los más extraños. De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Y fui elevado de rango. En mi casa no me comprendían. Pero yo seguía dedicándome con energía. Y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización, aumentaba mi desconcierto