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Respuesta:
E lactual marco constitucional ecuatoriano
podría examinarse como uno de los más vanguardistas de la región por todas las acciones
de reestructuración institucional en la colectividad
(Gargarella, 2008: 13). En la Constitución de la
República del Ecuador figura una segmentación de
poderes públicos derivados en: ejecutivo, legislativo,
judicial, electoral, y transparencia y control social;
generando así una novedosa configuración de división
de poderes, que clásicamente era ejecutivo, legislativo y judicial.
Esta división tradicional surgió en contraposición
“de la indivisibilidad del poder del Estado. Un poder
dividido supone el desmenuzamiento del Estado en
una variedad de formaciones políticas” (Jellinek,
1978: 373). Doctrina divisional fundamental porque sostiene la teoría de un Estado constitucional
(373), ya que, aparte de conocer cada atribución,
establece un límite al poder cedido (Foucault, 2004:
93); demarcación necesaria por la estabilidad social
y para ella.
La clásica división de poderes “ha hecho escuela
en los últimos 250 años” (Hoffmann-Riem, 2007:
211); descubrir el tratamiento jurídico dentro del país
representa nuestro objetivo, así como plantear sus
posibles deficiencias; es decir, un estudio analítico al
puzzle (rompecabezas, en ingles) planteado.
El Estado, este Leviatán, es el artífice que organiza la segmentación de poderes en la sociedad, por
cuanto desde su nacimiento ya se gestó un conglomerado social organizado que le brinda poder necesario
para ser gobernados y controlados; se ha pensado
que actúa como vigía y garantista del sistema (Acosta,
1998: 38), nosotros derivamos que su praxis es actuar
como actor principal y no como mero vigía. Más bien,
“puede utilizar la fortaleza y medios de todos [...] para
asegurar la paz y la defensa común” (Hobbes, 2007:
104); poseer fuerza solvente –hablando en términos
de acción– para regular sus propios miembros, permitiendo que no se atrofien; más bien se armonicen
y cumplan a cabalidad cada atribución concedida.
El poder estatal equivale a una máquina diversa
en acción; esta aglomeración unificante ha desatado
mecanismos de ejercicios diversos, tendientes a su
auto sobrevivencia, buscando siempre su adaptabilidad a una forma de gobierno. Es allí donde surge
una Constitución que origina la vida de todo Estado
teniendo como fundamento la distribución de poderes para buscar igualdad; es decir, la suma de jefes
ejerciendo el poder (Aristóteles, 2007: 207); pero
un efecto negativo es la existencia de un poder preponderante, incluso entre las autoridades (Carré de
Malberg, 2001: 794).
Este principio de trascendencia histórica divide
el poder desde tres formas (ejecutivo, legislativo y
judicial); esto nos permite diferenciar entre el buen
y mal gobierno (Bobbio, 2003: 238). Es bueno o
positivo cuando disloca de forma equitativa el poder
que posee; mientras que sería malo o negativo cuando
acapare el poder general, sin brindar autonomía plena
a cada micropoder.
Es muy importante esta separación del poder desde
estas tres vías porque solamente el “poder frena el
poder” (Montesquieu, 1972: 142) porque brindar
plenos poderes a uno solo puede causar condición
cegadora por la efervescencia que el poder global
produce en todo aquello que toca. Creemos necesario
la activación sistemática de elementos causantes de
frenos y contrapesos, para evitar que el despotismo
de cualquiera de ellos cree un solo príncipe.
En la Constitución se garantiza la división de poderes; el más sublime postulado de la teoría y práctica
constitucional (Loewenstein 1982: 62).
¿Qué es una Constitución? La concebimos como
un sistema de normas jurídicas, un documento normativo, un conjunto sistemático cuyo aspecto fundamental es el “formal”; o sea, un específico régimen
jurídico (Guastini, 2004: 23-24) cuya fisonomía actual
brindada por el neoconstitucionalismo la enmarca
como principalista; es decir, un principio es norma
fundamental (2010: 74). Además, se requiere reconocimiento de derechos (Atienza, 2010: 452); de lo
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