• Asignatura: Historia
  • Autor: marialuciadejulcaman
  • hace 6 años

a) ¿De qué ha perdido la cuenta Cataliha? ¿Por qué será que no puede calcular cuánto ha
viajado y cuánto le falla aún?​

Respuestas

Respuesta dada por: Martyngg
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Respuesta:

¿Cuántos días, cuántos crueles, torturadores días hace que viajan así, sacudidos, zangoloteados, golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los asientos duros? Catalina ha perdido la cuenta. Lo mismo pueden ser cinco que diez, que quince; lo mismo puede haber transcurrido un mes desde que partieron de Córdoba arrastrados por ocho mulas dementes. Ciento cuarenta y dos leguas median entre Córdoba y Buenos Aires, y aunque Catalina calcula que ya llevan recorridas más de trescientas, sólo ochenta separan en verdad a su punto de origen y la Guardia de la Esquina, próxima parada de las postas.

Los otros viajeros vienen amodorrados, agitando las cabezas como títeres, pero Catalina no logra dormir. Apenas si ha cerrado los ojos desde que abandonaron la sabia ciudad. El coche chirría y cruje columpiándose en las sopandas de cuero estiradas a torniquete, sobre las ruedas altísimas de madera de urunday. De nada sirve que ejes y mazas y balancines estén envueltos en largas lonjas de cuero fresco para amortiguar los encontrones. La galera infernal parece haber sido construida a propósito para martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah, pero esto no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires la vieja señorita se quejará a don Antonio Romero de Tejada, administrador principal de Correos, y si es menester irá hasta la propia Virreina del Pino, la señora Rafaela de Vera y Pintado. ¡Ya verán quién es Catalina Vargas!

La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud, mas su desconfianza se deshace presto. Nadie se fija en ella. El conductor de la correspondencia ronca atrozmente en su rincón, al pecho el escudo de bronce con las armas reales, apoyados los pies en la bolsa del correo. Los otros se acomodaron en posturas disparatadas, sobre las mantas con las cuales improvisan lechos hostiles cuando el coche se detiene para el descanso. Debajo de los asientos, en cajones, canta el abollado metal de las vajillas al chocar contra las provisiones y las garrafas de vino.

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