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El indio Fabián caminaba imaginando la cara que su pequeño hijo pondría al ver el cuarzo. El bloque traslúcido erizado de varillas refulgentes, estaba con la calabaza y la cuchara de palo del yantar y otros trastos, en el fondo de las alforjas que le ceñían el hombro. Un quebrado sendero, ágil equilibrista de breñales andinos, aumentaba la brusquedad de su paso, por lo cual los objetos de las alforjas se entrechocaban produciendo un ruido monótono que rimaba con el choclear de las ojotas. Más allá, en torno del viajero, solo había silencio. La puna estaba cargada de noche. Un ligero viento no conseguía silbar entre las pajas.
[…] En una esquina del pañuelo tenía amarrados quinientos soles, solo algunos de metal firme, a la verdad, pero los billetes valían en las tiendas del pueblo. Su mujer tenía vista una falda de percal floreado. Él andaba aficionado de una cuchilla. El pequeño quería una sonaja. Justo el domingo próximo irían al pueblo.
Todo ello alegraba al viajero como la perspectiva de alcanzar sus lares. Tenía el corazón hecho un abrazo para la mujer y el hijo, la casa y el ganado, la tierra y la siembra. […] Súbitamente fulguró, partiendo del cielo y la noche, la candela fugaz de un lejano relámpago. El granizo apedreó después el sombrero de junco y las rocas. Por último, la lluvia cayó en apretados y sonoros chorros. Humedeciendo rápidamente el poncho, que templó su fría pesantez de los hombros, comenzó a lamer las espaldas con su lengua helada. “Ya” –se dijo el caminante–, “ojalá escampe luego”. Pero el aguacero no tenía trazas de parar. Su violencia creció más todavía a favor de un viento que llegó dando alaridos en la sombra. Los chorros adquirían una furia de chicote sobre la cara. Fabián tuvo que sacarse las ojotas, pues el sendero se tornó muy resbaladizo. […]
De pronto, un trueno alargó desmesuradamente su estruendo. Roncó estremeciendo la noche y acallando por un momento el tenaz rumor del aguacero. Fabián se sobresaltó con todas las fuerzas de su instinto, deteniéndose y echando hacia la sombra y la lejanía los hilos tensos de sus sentidos. Continuaban produciéndose ruidos confusos, como de piedras que ruedan y maderos que se rompen. El fuerte olor de la tierra revuelta pasó en oleadas espesas. Ya no le cupo duda. Un derrumbe se había lanzado cuesta abajo y terminaba ahora de arrastrar sus últimos restos hacia el fondo de la encañada. No sería en su parcela. Él mismo había visto que todo era firme allí, que ni una vara de suelo vacilaría. Con una consistencia sólida e inclinación propicia al desagüe, nada había que temer... Alegría, C. (1965). Duelo de caballeros. Buenos Aires, Argentina: Losada.