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A los cuarenta años Mahoma comenzó a retirarse al desierto y a permanecer días enteros en una cueva del monte Hira, en donde creyó recibir la revelación de Dios -Alá-, que le hablaba a través del arcángel Gabriel y le comunicaba el secreto de la verdadera fe. Animado por su esposa Jadicha, comenzó a predicar en su ciudad natal, presentándose como continuador de los grandes profetas monoteístas anteriores, Abraham, Moisés y Jesucristo. Por entonces Mahoma se limitaba a predicar la vuelta a la religión de Abraham.
Mahoma consiguió sus primeros adeptos entre las masas urbanas más pobres, al tiempo que se enemistaba con los ricos. Cuando sus seguidores se hicieron numerosos, las autoridades empezaron a verle como una amenaza contra el orden establecido; se le acusó de impostor y comenzaron las persecuciones. Una parte de sus seguidores huyeron a Abisinia, en donde recibieron la protección del negus cristiano. Pero las amenazas a la seguridad de Mahoma llegaron hasta tal punto que, después de la muerte de Jadicha y de Abú Talib en el 619, decidió huir a Medina el 16 de julio del año 622. Se considera el momento de esa huida -la Hégira- como fecha fundacional de la era islámica.
En Medina, Mahoma tomó contacto con la comunidad judía, que le rechazó por su errónea interpretación de las Escrituras. Comprendió entonces que su predicación no conducía a la religión de Abraham, sino que constituía una nueva fe; de entonces data el cambio de la orientación de la oración, de Jerusalén a La Meca. Combinando la persuasión con la fuerza, Mahoma se fue rodeando de seguidores, que empezaron a practicar las razias contra caravanas y poblaciones del entorno como medio de vida. Estas escaramuzas (Badr, Uhud), elevadas a la categoría de batallas por la historia oficial, fueron descubriendo a los musulmanes la «guerra santa», el uso de la fuerza para someter y convertir a los infieles.