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El argumento cosmológico sostuvo que hay una «primera causa», o «motor» de todo lo existente, que es identificado como Dios.
Similar al anterior, el argumento de Aristóteles es el del primer motor inmóvil. Es debido a que todo móvil, a su vez debe ser movido por un motor y este a su vez, debe ser movido por otro motor, de modo que la cadena de móviles necesita de un primer motor que no sea movido a su vez por otro. Sobre este primer motor inmóvil, Aristóteles dirá que debe ser acto puro, forma pura, pues si no estuviese en acto sería imposible que pueda ser motor de algo. El libro central donde Aristóteles habla de él es Metafísica XII. Este mismo pasaje será reinterpretado por buena parte de la filosofía occidental (desde santo Tomás de Aquino hasta Kant, y desde san Alberto Magno hasta Hegel). Así, el primer motor funge como el principio último de la cosmología aristotélica. Mueve directamente a los astros del primer cielo, estos tratan de imitarlo dando vueltas en círculo. El círculo responde al acto más perfecto según la mentalidad griega, pues no tiene comienzo ni fin, es continuo. Además, Aristóteles describe al primer motor como "gnoesis gnoeseos" (conocimiento de conocimiento), así el primer motor vuelve sobre sí, conociendo solo lo más perfecto: él mismo. Esto responde al porqué de la estructura esférica del universo según Aristóteles. Por otra parte, no resulta fácil saber si este motor coincida con el Dios cristiano. Da un parecer afirmativo Tomás de Aquino. En otra interpretación, el primer motor aristotélico no conocería el mundo sublunar (la Tierra), sino solo realizaría la actividad más perfecta: pensar, conocer. Y solo puede conocer lo más perfecto que es él mismo. De esta manera no habría lugar para los hombres o el universo en el pensar del primer motor; es más, al primer motor no le interesa conocer algo que no sea él. De aquí se siguen dos rasgos importantes, que el primer motor: no es providente y tampoco nos conoce. Además, no es de algún modo infinito, recordemos que los griegos repudiaban la idea del infinito (cfr. Metafísica II,2). Esto último responde a que el conocimiento es finito (conocer es justo poner límites a la realidad) y el conocimiento de algo ilimitado, al no poder ser fijado, acaba por no ser conocimiento.