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Como Iglesia se nos exhorta en este año de la misericordia a vivir esta primer etapa del tiempo ordinario preparándonos a la próxima cuaresma que está ya próxima; y en este segundo Domingo Ordinario que es el primero de los cuatro domingos antes del miércoles de ceniza, atendamos a la Palabra de Dios que nos está invitando a convertirnos meditando la vida pública de nuestro Señor Jesucristo, que después de su bautismo inició realizando tantos prodigios de misericordia.
Teniendo en este ciclo relación con los misterios luminosos que en continuidad con el pasado Domingo aun de Navidad, ahora es en las bodas de Caná, en el primer signo a profundizar de la transformación que suscitó el Señor del agua en vino, que es como lo dice el Papa emérito Benedicto XVI: “Lo que cuenta es poner en el centro de la propia vida a Jesucristo, de manera que nuestra identidad se caracterice esencialmente por el encuentro, la comunión con Cristo y su Palabra” y que fue en la reflexión del significado de una verdadera conversión tomada de dos citas de las cartas de San Pablo, de aceptar a Cristo y convertirse en Él: “Nosotros somos judíos de nacimiento y no pecadores paganos. Sin embargo, al reconocer que nadie es justificado por las obras que demanda la ley sino por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos puesto la fe en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe en Él y no en las obras de la ley; porque por éstas nadie está justificado. Ahora bien, cuando buscamos ser justificados por Cristo, se hace evidente que nosotros también somos pecadores. ¿Quiere decir esto que Cristo está al servicio del pecado? ¡De ninguna manera!. Si uno vuelve a edificar lo que antes había destruido, se hace transgresor. Yo, por mi parte, mediante la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios. He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo en la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí. No desecho la gracia de Dios. Si la justificación se obtuviera mediante la ley, Cristo habría muerto en vano”. (Gal 2, 15—21). “¿Qué concluiremos? ¿Vamos a persistir en el pecado, para que la gracia abunde? ¡De ninguna manera!. Nosotros, que hemos muerto al pecado ¿cómo podemos seguir viviendo en él? ¿Acaso no saben que todos los que hemos sido bautizados para unirnos con Cristo Jesús, en realidad fuimos bautizados para participar en su muerte?. Por lo tanto, por el bautismo, fuimos sepultados en Él por su muerte, a fin de que, así como Cristo resucitó con el poder del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva. En efecto si hemos estado unidos con Él en su muerte, sin duda también estaremos unidos con Él en su resurrección. Sabemos que nuestra vieja naturaleza fue crucificada con Él para que nuestro cuerpo pecaminoso perdiera su poder, de modo que ya no siguiéramos siendo esclavos del pecado; porque el que muere queda liberado del pecado” (Rom 6, 1-7).
¿Para ello qué es convertirnos después de nuestro Bautismo?
Desde el Antiguo Testamento Dios llama a la conversión a su pueblo por medio de los profetas “Dar la vuelta; retornar a un estado anterior” (Isa 6, 10; 55, 7), “Volver” (Sal 50 (51), 14-15) y es el mismo grito profético de Isaías: “Regresar del pecado, de la compañía de pecadores, de todo tipo de mal, de los ídolos, para volver a Dios, deseando un cambio de corazón (cf. 45, 22).
En el Nuevo Testamento a quien nos llama a todos el Padre por medio de su Hijo Jesucristo, que nos invita al arrepentimiento desde el inicio de su ministerio: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca, conviértanse y crean en el Evangelio”.(Mc 1, 15) “… el que no carga con su cruz y me sigue no es digno de mí”(Mt 10, 38), “Ellos llevaron las barcas a tierra, lo dejaron todo y lo siguieron” (Lc 5, 11) y en los Hechos de los Apóstoles solo se menciona en una ocasión la palabra conversión: “Ellos, enviados por la Iglesia, atravesaron Fenicia y Samaria, narrando la conversión de los paganos y causando un gran gozo a todos los hermanos” (Hch 15, 3)
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