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En los comienzos del cristianismo no había diferencia entre los diferentes obispos, aunque tras el cese de las persecuciones romanas (c. 360) surgió la necesidad de unificar las creencias y centralizar el poder.3 En el rastreo del primado papal, Dámaso I (366-384), se presentó como un nexo espiritual entre los cristianos del Imperio Romano de Occidente y de Oriente, mientras se mostraba intrasigente con las doctrinas contrarias a las establecidas en los concilios. Al mismo tiempo, la figura del emperador se consolida en el dominado, por la que adopta una forma mística, legitimada y enviada por Dios, que busca el centralismo del poder mediante el apoyo de la Iglesia.4 El papa León I el Magno (440-461) asumió el título de pontifex maximus, que habían abandonado los emperadores romanos desde el 382.3 La supremacía papal se consolida con Gelasio I (492-496), quien dirigió una carta al emperador Anastasio I (491-518) en donde formula la doctrina de las dos espadas, entendida como la justificación de la superioridad de la potestad espiritual del Papa sobre la temporal del emperador.5
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