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En estos días extraños mucho se ha dicho y escrito sobre la importancia – incluso la necesidad- del arte en medio de esta de crisis sanitaria, social y económica. Una lectura rápida de diarios y revistas, nacionales e internacionales, conduce a frases grandilocuentes, demandantes, simplistas. “Son los únicos que no pueden callar”, “el arte nos salvará”, o el titular “El arte planta la cara al Coronavirus”. Más aún, llama la atención que la gran mayoría de quienes hacen esas afirmaciones no son ellos mismos artistas. ¿Cómo llegamos al punto de exigir tanto? ¿De qué forma imaginamos que un sector tan precarizado podría “plantar cara” a un virus?
La obsesión por atribuir una utilidad tangible al arte se remonta al Thatcherismo y su obsesión con la economía en los años 80, cuando Arts Council England comisionó a John Myerscough la redacción de un informe gubernamental sobre la importancia económica de las artes. Esto marca un profundo cambio en las políticas públicas culturales: atrás quedan los días en que las artes se consideraban por su valor cultural, o como artefactos civilizadores y educadores. El reporte de Myerscough argumentó que las artes debían financiarse en razón de su valor económico, con lo cual comienza a condicionarse la entrega de fondos para iniciativas culturales al impacto social de cada obra o proyecto. La pregunta pasa a ser cuánto capital pueden generar, cuántos trabajos crear, cuántos barrios marginalizados regenerar. Para ser financiada por el Estado, una artista debía demostrar su utilidad, ya fuera disminuir el alcoholismo, prevenir la delincuencia, o contribuir al bienestar mental, la cohesión social, y la unidad nacional. En una sociedad obsesionada con la economía, esto era fácil de entender para gobiernos fanáticos de la austeridad fiscal; y en situaciones así, la única forma de justificar el arte es considerando a trabajadores y trabajos de arte como herramientas de desarrollo social y económico.