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Hace mucho, mucho tiempo, vivía en un lejano reino el rey más presumido que jamás haya existido. Se llamaba Filiberto y lo que más le gustaba era mirarse en el espejo que llevaba consigo a todas partes. Incluso cuando montaba a caballo colgaba el espejo al cuello del animal.
–¡Qué guapo soy! No me cansaría nunca de mirarme –se decía Filiberto un día que había salido a pasear a lomos de su caballo.
De repente, una anciana mendiga se cruzó en su camino.
–Por caridad, caballero, ¿no me daríais el espejo que cuelga del cuello de vuestro caballo? En el pueblo lo podría cambiar por algo de pan.
Al escuchar la propuesta de la anciana, a Filiberto un poco más y le da un soponcio.
–Pero, ¿qué dices, insensata? ¿Regalarte el espejo? ¿Es que acaso has perdido el juicio? Apártate de mi camino.
Pero la anciana no se movió. En lugar de eso, se quitó la capucha que le tapaba la cara y, entre chispas y resplandores mágicos, descubrió su verdadera identidad: era Ventisca, la bruja más arisca.
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