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Respuesta:El bicho raro apareció un día como otros días, en la plaza de la vuelta de la ciudad importante justo a la hora en que Anastasio, como siempre, rastrillaba el arenero. El bicho raro miraba con sus ojos rosados desde abajo de una hamaca.
Era verdaderamente raro, sin chiste. Tenía una gran cabezota llena de rulos y bigotes muy lacios. Tenía un cuerpo gordo de vaca. Tenía ojos rosados. Tenía una cola ridícula, dientes absurdos, hocico inverosímil.
Anastasio se lo quedó mirando, con el rastrillo en la mano. Y el bicho raro también miró a Anastasio.
Al poco rato empezó a correrse la noticia, por supuesto. Un bicho raro no puede pasar desapercibido en una ciudad importante. A la plaza de la vuelta llegaron los biólogos y los vigilantes; los locutores de televisión y los veterinarios; los curanderos y los astrólogos.
Pero llegó, más que nadie, el intendente; el único intendente de la ciudad importante, que de inmediato mandó desalojar la plaza. Y mandó muchísimo más: no por nada era intendente. Mandó, por ejemplo, que trajesen una jaula, una gran jaula de aluminio que brillaba como una estrella. Tanto brillaba que nadie se explicaba cómo podía ser que el bicho raro no quisiera entrar en ella.
Enroscado, debajo del tobogán, espiaba con sus ojos rosados, y miraba cómo Anastasio volvía a rastrillar la arena para quitarle los papeles, las cajitas y las latas de todos los visitantes.
Lo cierto es que para meter al bicho raro en la jaula hubo que usar correas rojas y cadenas redondas con los eslabones de bronce.
Después subieron la jaula a una camioneta, y la pasearon en triunfo por la ciudad; ida y vuelta por la gran avenida, por la calle de los generales y por la calle del cine.
Todos se agolpaban para mirar a bicho raro; para tirarle, si podían, de las orejas. Nadie, en cambio, le miraba a los ojos.
Y en la ciudad importante es fácil acostumbrarse a todo, hasta a un bicho raro. Por eso, el bicho raro, al rato, ya no fue tan raro: «No es nada más que un bicho». Y después, «un bicho molesto».
Poco a poco, bicho raro dejó de mirar pasar las cosas con sus ojos rosados. Y se acurrucó contra los barrotes, porque la jaula brillante no tenía rincones.
Entonces, volvió el único intendente. Y volvieron los biólogos, los vigilantes, los locutores y los veterinarios.
¡Está intoxicado! —dijo el veterinario.
¡Está descompuesto! —dijo el biólogo.
¡Está engualichado! —dijo el curandero.
Y todos estuvieron de acuerdo en que el bicho raro no tenía remedio.
¡Que lo lleven, que lo lleven de vuelta a la plaza! —ordenó el intendente.
Y dio por terminado el cuento.
Pero a pesar del intendente, el cuento no terminó ahí. Porque en la plaza de la vuelta estaba Anastasio, como siempre, rastrillando arena.
«Bicho raro… bicho feo… ¡Pobre bicho!», se dijo Anastasio cuando lo vio acurrucado, como el primer día, debajo de una hamaca.
Y como era el mediodía, se sentó a desenvolver con cuidado el paquete del almuerzo. Cuando estaba por morder una puntita de pan pensó… «¡Pobre bicho! En una de esas tiene hambre»
Anastasio se acercó despacito hasta la hamaca. Y despacito también, tendió su mano grande con un sanguche de queso y matambre en la punta.
Anastasio se acercó despacito hasta la hamaca. Y despacito también, tendió su mano grande con un sanguche de queso y matambre en la punta.
El bicho raro se levantó sobre sus piecitos de cinco dedos, husmeó la mano de Anastasio con su hocico inverosímil, movió alegremente su cola ridícula y clavó sus dientes absurdos en el sanguche tierno.
¡Pobre bicho! Tenía hambre.
Ese día, y muchos otros, Anastasio y el bicho raro compartieron el almuerzo debajo de un paraíso.
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