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COMENTARIO AL ARTÍCULO DE GIANCARLO MARCONE
“SUPERANDO LAS DICOTOMÍAS: EL QHAPAQ ÑAN COMO
EJEMPLO DEL PATRIMONIO COMO PROCESO SOCIAL”
Cristóbal Gnecco 1
1 Universidad del Cauca, Popayán, Colombia.
El ingreso del Qhapaq Ñan (QÑ) a la Lista
de Patrimonio Mundial en 2104 fue recibida con
una oleada de fervor patriótico en los seis países
que lo postularon. El análisis comparativo que
hizo Pierre Losson (2017) de 90 artículos de
prensa del momento encontró una inclinación
a favor de las voces oficiales, “revelando una
ausencia alarmante de distancia crítica y una falta
de ímpetu investigativo”. El consenso alrededor
de la celebración fue básicamente unánime en los
medios, la academia y las instituciones estatales y
giró alrededor de temas difusos como la identidad
cultural y más concretos como el desarrollo, sobre
todo pensando en las promesas quiméricas del
turismo. Ese consenso es funcional a la oleada de
patrimonialización desatada en el mundo en las
últimas décadas que supone que el patrimonio es
“algo” que se define, se promueve y se enmarca,
pero cuyo carácter construido (histórico) se
esconde de manera deliberada; que supone que
el patrimonio se celebra (y se regula, claro), pero
jamás se cuestiona. Sin embargo, recientemente han
surgido voces disonantes en Suramérica (la mía entre
ellas) que cuestionan los procesos patrimoniales (es
decir, que van más allá de la superficie consensual de
la celebración y hacen preguntas, a veces incómodas),
sobre todo la declaratoria del QÑ como patrimonio
mundial. Este artículo de Marcone (2019) busca poner
en cintura esas voces disonantes, deslegitimándolas,
queriendo restaurar el consenso perdido desde una
concepción institucional del patrimonio; su texto es
ideológico, entonces, no sustantivo. El suyo es un
lenguaje oficial, complaciente y repetitivo, plagado
de imprecisiones conceptuales y verdades a medias,
que buscaré precisar en este comentario.
P rimero las imprecisiones. M arcone incurre en
cuatro: (a) opone el patrimonio como “objeto-discurso,
usado con fines hegemónicos”, a su funcionamiento
“como la materialización de las relaciones sociales
existentes”, es decir, “como un proceso”; (b) postula
“una concepción de patrimonio como espacio de
negociación social que antecede a los discursos
oficiales”; (c) señala que “el patrimonio no es una
invención sino la materialización de las relaciones y
conflictos sociales”; y (d) sostiene que “el patrimonio
cultural no es creado por nadie, tampoco es historia,
pues existe antes y más allá de su dimensión histórica”.
Estas observaciones son imprecisas porque, primero,
pretender que una cosa es el patrimonio como “objeto-
discurso” y otra como proceso -otorgando a las voces
críticas la primera concepción y a su voz oficial
la segunda- es crear una oposición inexistente:
el patrimonio es objeto-discurso, de acuerdo, y
también es “materialización de las relaciones
sociales existentes”. El discurso que dice el objeto
patrimonial también dice las relaciones sociales.
Mejor: ni objeto ni relaciones sociales existen fuera
del discurso. Segundo, antes de los discursos (oficiales
o de otra clase) no existe el patrimonio. Sostener que
existe antes del discurso (en un lugar sin lugar, sin
historia, sin acción) es postular su naturalización. El
patrimonio no es algo esencial, natural, ahistórico:
es creado en contextos históricos específicos. Es,
sobre todo, más que cualquier cosa, nominado
y movilizado por “discursos oficiales” (aquellos
legitimados por la ontología moderna, incluidos los
discursos del Estado, de sus instituciones y de la
academia). Esta observación socava las dos últimas
imprecisiones de Marcone: claro que el patrimonio es
una invención y claro que es creado por alguien y, sí,
claro que es histórico.
Ahora las dos verdades a medias. Marcone se
erige como portavoz de una concepción del patrimonio
que: (a) garantice “la participación democrática de
todos los actores involucrados, sin imponer visiones
-como académicos o gestores patrimoniales-, dejando
a los actores tener su propia voz”; y (b) que “facilite la
recomposición social y la democratización orientado
a políticas de cogestión”. La primera es cierta, a
medias: el proceso patrimonial puede garantizar
democracia y participación -aunque parece, y
Marcone lo reconoce, que esto no ocurrió en el caso
del QÑ- pero eso no quiere decir que no termine
imponiendo visiones que impiden a “los actores
tener su propia voz”. Al fin y al cabo, los procesos
patrimoniales son escandalosamente modernos y