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Crónica de la época del trigésimo octavo virrey del Perú
Preguntábamos hace poco tiempo a cierto anciano amigote nuestro sobre la edad que podría contar una respetable matrona de nuestro conocimiento; y el buen viejo, que gasta más agallas que un ballenato, nos dijo después de consultar su caja de polvillo:
-Yo le sacaré de curiosidad, señor cronista. Esa señora nació dos años antes de que se volviera a España el virrey de la adivinanza... Conque ajuste usted la cuenta.
La respuesta nada tenía de satisfactoria; porque así sabíamos quién fue el susodicho virrey, como la hora en que el goloso padre Adán dio el primer mordisco a la agridulce manzana del Edén.
-¿Y quién era ese señor adivino?
-¡Hombre! ¿No lo sabe usted? El virrey Abascal, ese virrey a quien debe Lima su cementerio y la mejor escuela de Medicina de América, y bajo cuyo gobierno se recibió la última partida de esclavos africanos, que fueron vendidos a seiscientos pesos cada uno.
Pero por más que interrogamos al setentón nada pudimos sacar en limpio, porque él estaba a obscuras en punto a la adivinanza. Echámonos a tomar lenguas, tarea que nos produjo el resultado que verá el lector, si tiene la paciencia de hacernos compañía hasta el fin de este relato.
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