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omienza a formarse la personalidad individual de todos los hombres del 98 en ese cómodo y engañoso remanso de la vida española que subsigue a la Restauración: años de 1880 a 1895. Los españoles, seducidos por la alegre apariencia de la paz anhelada, la reciben como se recibe un tesoro más merecido por gracia que conquistado con es fuerzo, y se conducen como si en verdad hubiesen resuelto el problema que España tenía latente en su seno.
Pero el problema perdura. Léanse dos testimonios de excepción: las páginas finales de la Historia de los heterodoxos españoles, de Menéndez Pelayo, y la conferencia Vieja y nueva política, de Ortega. «La Restauración, señores, fue un panorama de fantasmas, y Cánovas el empresario de la fantasmagoría -escribió Ortega-. Orden, orden público, paz..., es la única voz que se escucha de un cabo a otro de la Restauración. Y para que no se altere el orden público se renuncia a atacar ninguno de los problemas vitales de España...». Pese a la fácil alegría de la superficie y a la innegable paz, España era, en efecto, un cuerpo sin verdadera consistencia histórica y social. El llamado «Pacto del Pardo» y la posibilidad de concordia oratoria que el Parlamento ofrecía no impidieron el progreso de los nacionalismos regionales, ni supieron oponerse a la creciente escisión política entre los españoles -la traen ahora el auge sucesivo de la subversión obrera y el nuevo republicanismo-, ni evitaron la pérdida de las últimas posesiones ultramarinas. Faltaba en el alma de casi todos la voluntad de cumplir una empresa histórica adecuada a nuestra historia y a nuestros recursos; y la misma deficiencia no era tan nefasta como la alegre y chabacana ligereza con que se la desconocía.