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La historia de la bomba atómica puede contarse enlazando calurosos días de agosto. Del 6 y 9 de agosto de 1945 –Hiroshima y Nagasaki– al 2 de agosto de 1939, el día en que Albert Einstein firmó la carta que lo comenzó todo. La carta que le atormentaría hasta el fin de sus días. Esta es la historia, también, de cómo una nevera lleva a la bomba. O la historia de cómo un pacifista, uno de los pocos académicos alemanes que ya en 1914 condenó el militarismo de su país, acabaría entrando en el imaginario colectivo como “padre de la bomba nuclear”. Así lo bautizó la revista Time en 1945, cuando lo colocó en la portada junto a un hongo nuclear con el “e=mc2”. “Fue la gran tragedia de su vida –dice Jürgen Neffe, uno de sus más recientes biógrafos–. Una enorme injusticia.