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Decía en mi anterior artículo que hay signos claros de finitud, de agotamiento en el planeta. Y de ese agotamiento hay un solo responsable: el Homo Sapiens. Quiero recordar aquí nuevamente la reflexión de Kant sobre el ser humano “con un leño tan torcido como aquél del cual ha sido hecho el ser humano no puede forjarse nada que sea del todo recto” ¿Pesimismo antropológico? Quizá, pero sobre todo realismo antropológico. Basta echar un ojeada breve a la acción del hombre durante el siglo XX para comprender hasta qué punto han quedado manifestados y realizados los “vicios capitales” enunciados por Tomás de Aquino. Hablábamos de exceso. Pues bien, quiero tratar en este breve escrito la primera consecuencia de esa terrible propiedad humana. Y esa es la codicia y su hermana gemela, la avaricia.
La avaricia es el afán o deseo desordenado de poseer riquezas, bienes, posesiones u objetos de valor abstracto y concreto con la intención de atesorarlos para uno mismo, mucho más allá de las cantidades requeridas para la supervivencia básica y la comodidad personal. Se le aplica el término a un deseo excesivo por la búsqueda de riquezas, placer, estatus y poder. La codicia, por su parte, es el afán excesivo de riquezas o de personas, para su utilización ilícita, inmoderada y/o criminalmente lucrativa. También es aplicable en situaciones donde la persona experimenta la necesidad de sentirse por encima de los demás desde un punto de vista relacionado con el poder, la influencia política, el resplandor social, la ostentación, el éxito económico, sexual y de cualquier otra manera imaginable, permitiéndose incluso, en un obsceno alarde de cinismo, dar lecciones de supuesta probidad moral.
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