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Respuesta:Desde los tiempos de David Ricardo, a comienzos del siglo 19, fundada en el positivismo
científico, tecnológico y filosófico, se generalizó en los emergentes países industriales de occidente
una visión optimista y utilitarista que imaginaba un modelo de crecimiento económico y social casi
ilimitado. Esta concepción prosperó sin grandes altibajos hasta las décadas de 1950 y ’60, cuando
algunos pensadores comenzaron a plantearse interrogantes respecto al potencial “ilimitado” de la
ciencia y la tecnología para sostener el progreso humano. Ese dogma, antropocéntrico y productivista, que se ocupaba del hombre pero desatendía el entorno, comenzó a generar algunas dudas. Se
intuía que el crecimiento económico, sin costo ambiental, no era posible. A comienzos de la década
de 1960, la prestigiosa limnóloga Rachel Carson rompió el hielo al publicar una influyente obra titulada Primavera Silenciosa (Silent Spring), en la cual advirtió acerca del impacto de los plaguicidas
sobre la vida silvestre y la ruptura del equilibrio ecológico (Carson, 1962). Esa obra despertó súbitamente la conciencia social y, aún a pesar de la autora, fue una especie de gatillo que disparó lo
que años después conoceríamos como ecologismo o ambientalismo, que se expandió rápidamente
hasta alcanzar dimensión global.
Pocos economistas habían prestado atención hasta entonces a los problemas del ambiente.
Sus preocupaciones estaban atadas a situaciones de coyuntura como inflación, empleo, nivel de
vida, o productividad económica. Los problemas ecológicos y ambientales eran tomados como un
devaneo académico en manos de algunos intelectuales progresistas. Inclusive, sus planteos fueron
considerados un estorbo al crecimiento de la economía humana. Pero ese crecimiento fue acompañado por algunos problemas hasta entonces subestimados. Mayor producción de basura y desechos urbanos resultante de un consumo creciente, acumulación de materiales que no se degradaban, residuos industriales que se acumulaban en cualquier sitio, contaminación del agua superficial
y subterránea, envenenamiento del aire y los suelos fueron, entre otras, expresiones visibles de un
ambiente descuidado. A los urbanos se sumaron problemas rurales como la erosión y degradación
de suelos, la sedimentación de ríos y cuerpos de agua, la destrucción del hábitat natural y la pérdida
de vida silvestre (Tisdell, 1993).
A comienzos de la década de 1970, el dilema entre crecimiento económico y conservación
del ambiente había colonizado ya los ámbitos académicos. Se inició una era de estudios y debates
críticos que apuntó a sensibilizar a los líderes políticos acerca de los problemas que era necesario
enfrentar. Algunos académicos y científicos avizoraban para el planeta un futuro preocupante. En
la década de 1980 proliferaron organizaciones no gubernamentales que activaban nuevas señales
de alarma sobre los daños que se infligían a la naturaleza.
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