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La vocación sin don y el don sin vocación
Georges Bernanos, escritor católico francés, dijo: “Toda vocación es un llamado”. El Diccionario de Autoridades, que fue el primero de la Real Academia en 1726, la definió como “la inspiración con que Dios llama a algún estado de perfección”. Era, desde luego, una generalización a partir de las vocaciones religiosas. La aptitud, según el mismo diccionario, es “la habilidad y facilidad y modo para hacer alguna cosa”. Dos siglos y medio después, el Diccionario de la Real Academia conserva estas definiciones con retoques mínimos. Lo que no dice es que una vocación inequívoca y asumida a fondo llega a ser insaciable y eterna, y resistente a toda fuerza contraria: la única disposición del espíritu capaz de derrotar al amor.
Las aptitudes vienen a menudo acompañadas de sus atributos físicos. Si se les canta la misma nota musical a varios niños, unos la repetirán exacta, otros no. Los maestros de música dicen que los primeros tienen lo que se llama el oído primario, importante para ser músicos. Antonio Sarasate, a los cuatro años, dio con su violín de juguete una nota que su padre, gran virtuoso, no lograba dar con el suyo. Siempre existirá el riesgo, sin embargo, de que los adultos destruyan tales virtudes porque no les parecen primordiales, y terminen por encasillar a sus hijos en la realidad amurallada en que los padres los encasillaron a ellos. El rigor de muchos padres con los hijos artistas suele ser el mismo con que tratan a los hijos homosexuales.