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En 1990, el ser humano colocó en el espacio el ojo más preciso para mirar el universo, el telescopio espacial Hubble. Pero eso no hubiese sido posible sin un invento menos tecnológico, pero igualmente revolucionario: el telescopio presentado por Galileo Galilei el 25 de agosto de 1609. Aquel instrumento de refracción —de 1,27 metros de largo, con una lente convexa delante y otra lente ocular cóncava— permitió al físico italiano convertirse en el padre de la astronomía moderna.
Gracias a ese aparato, Galileo vio que el Sol, considerado hasta entonces símbolo de perfección, tenía manchas. El astrónomo realizó observaciones directas de la estrella, aprovechando cuando las nubes se interponían al disco solar, o en las mañanas y atardeceres, cuando la intensidad luminosa era más soportable, una práctica que le dejó totalmente ciego al final de su vida.
En 1990, el ser humano colocó en el espacio el ojo más preciso para mirar el universo, el telescopio espacial Hubble. Pero eso no hubiese sido posible sin un invento menos tecnológico, pero igualmente revolucionario: el telescopio presentado por Galileo Galilei el 25 de agosto de 1609. Aquel instrumento de refracción —de 1,27 metros de largo, con una lente convexa delante y otra lente ocular cóncava— permitió al físico italiano convertirse en el padre de la astronomía moderna.
Gracias a ese aparato, Galileo vio que el Sol, considerado hasta entonces símbolo de perfección, tenía manchas. El astrónomo realizó observaciones directas de la estrella, aprovechando cuando las nubes se interponían al disco solar, o en las mañanas y atardeceres, cuando la intensidad luminosa era más soportable, una práctica que le dejó totalmente ciego al final de su vida.
Retrato de Galileo Galilei. Autor: Justus Sustermans
La Luna tampoco era perfecta. Galileo vio lo que consideró montañas y cráteres, pruebas de que el satélite natural, al igual que nuestro planeta, era un cuerpo rocoso y lleno de irregularidades en su superficie y no una esfera impecable hecha de éter, como se sostenía en aquel entonces. Esas observaciones pusieron en entredicho las tesis aristotélicas tradicionales sobre la perfección del mundo celeste, que residía en la completa esfericidad de los astros.
El astrónomo nacido en Pisa también notó que Saturno tenía unos apéndices extraños, que describió como similares a dos asas. Esos “apéndices” intrigaron a los astrónomos durante medio siglo hasta 1659, cuando el matemático, físico y astrónomo holandés Christiaan Huygens utilizó telescopios más potentes para desvendar el misterio sobre la cambiante morfología del segundo mayor planeta del sistema solar: esas asas eran en realidad sus anillos.
Gracias a ese aparato, Galileo vio que el Sol, considerado hasta entonces símbolo de perfección, tenía manchas. El astrónomo realizó observaciones directas de la estrella, aprovechando cuando las nubes se interponían al disco solar, o en las mañanas y atardeceres, cuando la intensidad luminosa era más soportable, una práctica que le dejó totalmente ciego al final de su vida.
La Luna tampoco era perfecta. Galileo vio lo que consideró montañas y cráteres, pruebas de que el satélite natural, al igual que nuestro planeta, era un cuerpo rocoso y lleno de irregularidades en su superficie y no una esfera impecable hecha de éter, como se sostenía en aquel entonces. Esas observaciones pusieron en entredicho las tesis aristotélicas tradicionales sobre la perfección del mundo celeste, que residía en la completa esfericidad de los astros.
El astrónomo nacido en Pisa también notó que Saturno tenía unos apéndices extraños, que describió como similares a dos asas. Esos “apéndices” intrigaron a los astrónomos durante medio siglo hasta 1659, cuando el matemático, físico y astrónomo holandés Christiaan Huygens utilizó telescopios más potentes para desvendar el misterio sobre la cambiante morfología del segundo mayor planeta del sistema solar: esas asas eran en realidad sus anillos.
Lo más curioso, sin embargo, que Galileo pudo observar con aquel telescopio de ocho aumentos que él mismo construyó (se cree que el primer tubo utilizado provenía de un órgano) fue que Júpiter estaba rodeado de lunas y constituía un sistema parecido a lo que debería ser el sistema solar. El astrónomo observó por primera vez los satélites galileanos —denominados así en su honor— el 7 de enero de 1610 y en un principio pensó que se trataba de tres estrellas cercanas al planeta, que formaban una línea que lo atravesaba. La segunda noche le llamó la atención el hecho de que esos cuerpos parecían haberse movido en otra dirección. El 11 de enero apareció una cuarta estrella y, después de una semana de observación, él había visto que los cuatro cuerpos celestes nunca abandonaban la vecindad de Júpiter y parecían moverse con él, cambiando su posición respecto a las otras “estrellas” y al planeta.