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El sistema nervioso central ajusta de manera automática, sin intervención de la voluntad, la frecuencia y el ritmo respiratorio. Ello es posible gracias a los centros nerviosos respiratorios que se encuentran localizados en el bulbo raquídeo y en la protuberancia del tronco del encéfalo. La arteria aorta y las arterias carótidas disponen de minúsculos sensores llamados quimiorreceptores que analizan la sangre y verifican los niveles de oxígeno y CO2 en la misma. La concentración elevada de CO2 en sangre es el estímulo más fuerte para que la respiración sea más profunda y aumente su frecuencia. Por el contrario cuando disminuye la concentración de CO2 en sangre, los centros respiratorios emiten órdenes que aminoran la frecuencia y profundidad de la respiración. Aunque los movimientos de inspiración y espiración pueden controlarse voluntariamente, la mayor parte del tiempo se regulan de manera automática gracias al centro respiratorio que está ubicado en el bulbo raquídeo del cerebro. Cuando se realiza un esfuerzo físico importante, la frecuencia respiratoria aumenta inmediatamente de forma involuntaria. En reposo, un adulto respira 15 veces por minuto, mientras que situaciones de ejercicio intenso puede llegar a 60 respiraciones por minuto. El sistema de control de la respiración precisa de tres elementos básicos: sensores, controladores y efectores. Los sensores principales son quimiorreceptores centrales o periféricos (cuerpo carotídeo), los controladores son los centros respiratorios del encéfalo y los efectores corresponden a los músculos respiratorios, sobre todo el diafragma.1
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Se trata de mecanismos conectados al sistema nervioso del paciente que le ayudan a respirar.