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El 12 de abril de 1931 se celebró la segunda fase de las elecciones. De nuevo, los resultados fueron muy desfavorables para las candidaturas republicanas. De hecho, frente a 5.775 concejales republicanos, los monárquicos obtuvieron 22.150, es decir, el voto monárquico prácticamente fue el cuádruplo del republicano. Desde cualquier lógica democrática, los republicanos deberían haber reconocido su clara derrota y prepararse para las futuras elecciones a Cortes en las que, dicho sea de paso, no podía esperarse que obtuvieran grandes resultados. Sin embargo, lo que sucedió fue totalmente distinto. A pesar de los clarísimos datos electorales, los políticos monárquicos, los miembros del gobierno (salvo dos), los consejeros de palacio y los dos mandos militares decisivos —Berenguer y Sanjurjo— consideraron que el resultado era un plebiscito y que además implicaba un apoyo extraordinario para la república y un desastre para la monarquía.
El hecho de que la victoria republicana hubiera sido urbana —como en Madrid donde el concejal del PSOE Saborit hizo votar por su partido a millares de difuntos— pudo contribuir a esa sensación de derrota pero no influyó menos en el resultado final la creencia de que los republicanos podían dominar la calle y arrastrar al país a una cruenta revolución. Semejante apreciación no se correspondía con la realidad dada la muy limitada fuerza republicana pero tuvo un peso decisivo sobre el desarrollo de los acontecimientos sobre los que pesaba, de manera muy consciente, la sombra de lo que había sucedido en Rusia tan sólo catorce años antes.
Durante la noche del 12 al 13 de abril, el general Sanjurjo, a la sazón al mando de la Guardia Civil, dejó de manifiesto por telégrafo que no contendría un levantamiento contra la monarquía. Aquella afirmación constituía una gravísima dejación de los deberes encomendados pero quizá más grave fue el hecho de que los dirigentes republicanos supieran inmediatamente lo que pensaba hacer el general gracias a los empleados de correos adictos a su causa. Batidos incuestionablemente en el terreno electoral, los republicanos eran conscientes de que se enfrentaban con un sistema que se negaba a defender las propias instituciones encargadas legalmente de esa tarea. Ese conocimiento de la debilidad de las instituciones constitucionales explica sobradamente la reacción republicana cuando Romanones y Gabriel Maura —con el expreso consentimiento del rey— ofrecieron al comité revolucionario unas elecciones a cortes constituyentes.
A esas alturas, sus componentes habían captado el miedo del adversario y no sólo rechazaron la propuesta sino que exigieron la marcha del rey antes de la puesta del sol del catorce de abril sabedores de que si la monarquía se reponía de aquel espejismo nunca se proclamaría una república cuyos candidatos habían sido derrotados clamorosamente en las elecciones celebradas unas horas antes. Para caldear el ambiente, los dirigentes republicanos convocaron manifestaciones que presentaron a los políticos monárquicos como espontáneas e incontrolables y cuya finalidad era aterrorizar a cualquiera que pretendiera hacerles frente.
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El 12 de abril de 1931 se celebró la segunda fase de las elecciones. De nuevo, los resultados fueron muy desfavorables para las candidaturas republicanas. De hecho, frente a 5.775 concejales republicanos, los monárquicos obtuvieron 22.150, es decir, el voto monárquico prácticamente fue el cuádruple del republicano.
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