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El objetivo del Concilio de Trento era reevaluar las cuestiones practicas y dogmáticas puestas en cuestionamiento por los protestantes. Tras muchos años de discusiones e interrupciones (el Concilio terminó en 1563), se confirmó la doctrina elaborada a lo largo de los siglos por la Iglesia y se tomaron una serie de medidas destinadas a extender el catolicismo.
Entre los aspectos dogmáticos defendidos en el concilio se confirmó la autoridad papal, así como la legitimidad de los sacerdotes para interpretar la Biblia, contrario a lo que afirmaban los protestantes, que consideraban que no se necesitaba la mediación sacerdotal para entenderla. El Concilio reafirmó, a su vez, la validez de las interpretaciones realizadas por la Iglesia a lo largo de su historia como complemento necesario del texto bíblico.
El Concilio ratificó la validez y la necesidad de los siete sacramentos, frente a los protestantes que solo reconocían el bautismo y la eucaristía como verdaderos, así como el culto a la Virgen, a los santos y a las reliquias (restos de una persona venerada por algún motivo o de sus objetos personales).
Por otro lado, la Iglesia católica refutó la idea de la predestinación sostenida por los protestantes, para quienes las personas tenían un destino definido por Dios. En su lugar, reafirmó la importancia de las buenas obras, junto con la fe, para alcanzarla salvación, y que las personas disponían del libre albedrío, es decir que tenían libertad para elegir entre el pecado y la salvación.
También se tomaron medidas tendientes a mantener un mayor control sobre el clero y reforzar su formación y disciplina. Así, entre otras decisiones, se acordó el mantenimiento del celibato, se estipuló que los obispos residieran en sus diócesis y se prohibió que acumularan bienes. Además, para contribuir a mejorar la preparación de los sacerdotes y expandir la fe católica, se crearon seminarios de formación y nuevas órdenes religiosas, al tiempo que se reformaron otras ya existentes.