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A contrapelo
Por Raquel Hernandez
Siempre fueron hembras y hermosas. De las últimas recuerdo que una huyó, otra murió y la tercera prefirió el amor maternal.
Ahora son machos los que se me trepan por los brazos, me lamen las orejas, me muerden la boca, me enmarañan la cabeza. Destrozan mi cordura.
Viví con gatos, conozco las secuelas, pero mi toxoplasmosis infantil no se compara con los arañazos en la piel y el recuerdo.
Ver un poco menos con el ojo izquierdo es una cosa, pero que todo se vea difuso, que las palabras sean cenicientas que se transformen en calabazas, es demasiado.
Sin embargo hay noches que no puedo dormir sin la ternura de su ronroneo y sus pasos en mi tejado, sin escuchar el ruido sordo de sus caídas no siempre elegantes. Hay noches que necesito algo nuevo que abrazar y desde que destrocé el oso de peluche preferido de mi madre, desistí de dormir con objetos inanimados.
Hay noches entonces en las que me gusta andar con paso suave enredándome en las sillas, las barras, las camas. Ovillar pelos ajenos. Hacer alarde de mi visión en la oscuridad. Mostrar libremente mi lengua y curar heridas, aunque no tenga la aspereza de la amargura. Disfruto de arquear mi columna flexible ante otras miradas felinas y dotar con mis manos prensiles a otras espaldas del milagro de la movilidad.
El problema es que se me suele pasar con el sueño, y entonces no sé que hacer con los pelos en la almohada, los arañazos y el ronroneo suave que creo viene del otro lado de la cama.