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BACANUCHI, SONORA.- Ramón Aguirre Moiza era comisario ejidal de Bacanuchi en 2014, cuando ocurrió el desastre: 40 millones de litros de solución de sulfato de cobre acidulado derramados por la mina Buenavista del Cobre en los ríos Bacanuchi y Sonora.
Cuarenta millones de litros –el equivalente a 12 albercas olímpicas llenas– recorrieron más de 300 kilómetros y afectaron directamente siete municipios, hasta llegar a la presa El Molinito, en Hermosillo.
Bacanuchi está enclavado en un paisaje semidesértico. Pero el río obsequia tierras fértiles a lo largo de la ribera. Aquí, las parcelas son hermosas, el clima es húmedo y fresco, los árboles crecen a la orilla de los canales de riego; los cardos presumen su blanca flor entre los surcos.
Antes del derrame, los ejidatarios sembraban de todo: sandías, alfalfa, calabaza, milpa, frijol, sargazo. “Se vivía muy bien”, reconoce uno. Como toda zona fronteriza, los rancheros tienen vocación ganadera. Así que en Bacanuchi preparaban queso, leche y carne.
Después del 6 agosto de 2014, la cosecha de aquel año se tiró. Y en septiembre vino el remate: Minera México envió personal a levantar lo más obvio del derrame: las espumas naranjas. “Las colocaban en carretillas fuera de la ribera, para subirlos a camiones”,
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