• Asignatura: Castellano
  • Autor: merymares6205
  • hace 7 años

inventa un cuento de terror
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coronavirus

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Respuesta dada por: felipe19040
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El coronavirus se había encargado de minar la serenidad familiar. El coronavirus ya no era un cuento chino, era una amenaza real. El coronavirus llevaba camino de convertirse en pandemia, como aseguraba la OMS. –A mí no me da miedo contraer el coronavirus.

Quien me preocupa es el abuelo. Debemos conseguir que el abuelo acepte una cuarentena voluntaria –sentenció. Asociar la expresión «cuarentena voluntaria» al abuelo era tarea complicada. El buen hombre, aun en el ocaso de su vida, tenía más energías que todos nosotros juntos.

El verbo «aceptar» no encajaba en su filosofía de vida. Era como si la tercera edad se diera la mano con la primera, cerrando así el círculo de la vida. Quería que decidiéramos de una vez si íbamos a recluir al abuelo en casa hasta que el coronavirus fuera historia pasada. Pero impedir que el abuelo salga de casa es también condenarle a muerte.

Después de una acalorada discusión, le pregunté a mamá por qué no dejaba que fuese el propio abuelo quien tomara la decisión. Es su vida. El abuelo podría seguir saliendo a la calle y mirarnos por encima del hombro. La segunda, como habrá adivinado el lector, es que el abuelo finalmente contrajo el coronavirus.

Así que el protagonismo estelar hollywoodense que yo había tomado durante la reunión familiar se tornó en punzante sensación de culpabilidad cuando el abuelo fue hospitalizado de urgencia. Por suerte, el abuelo estaba hecho de otra pasta y salió del hospital para contarlo. ¡Y vaya si lo contó! Él, que se había pasado toda la vida relatando mil batallas que no habían sucedido en realidad , aprovechó esta experiencia para hacerse oír. En parte como castigo por haber ayudado a que el abuelo contrajera el coronavirus, y en parte para apaciguar su histeria, mi madre me impuso escoltar al abuelo en sus salidas.

Yo trataba de escurrir el bulto alegando exigencias laborales, pero ella puntualizaba que mi trabajo como comercial para una empresa de productos de farmacia bien me permitiría hacer alguna que otra escapada para pasear con el abuelo. Huelga decir que el abuelo, un bon vivant por naturaleza, no quería tener al lado a nadie de carabina, y mucho menos a alguien de su estirpe, alguien «que no conoce el valor», alguien, en definitiva, por quien no sentía demasiado respeto. Después de unos minutos caminando, llegamos al campo de petanca, que pasamos de largo por voluntad expresa del abuelo. –Yo iba a decir algo, pero los amigos del abuelo nos vieron y, desde la distancia, comenzaron a hacer comentarios jocosos, a los que el abuelo respondía corajudo.

Observé al abuelo, fatigado pero ilusionado al mismo tiempo. Di por hecho que el deterioro mental del abuelo comenzaba a manifestarse. Me giré hacia un lado y, para mi sorpresa, allí se encontraba una anciana, a la sombra de un álamo, tan coqueta como el abuelo. Había una luz en su mirada, gemela a la luz que emanaba del abuelo.

Como ocurría con el abuelo, su cuerpo apergaminado envolvía una vida que no se resistía a dar sus últimos coletazos. El abuelo, fuese porque estaba enamorado o porque a su manera se sentía en deuda conmigo, estaba especialmente cariñoso. El abuelo había aprobado con sobresaliente el que iba a ser sin duda uno de sus últimos exámenes, mientras que yo, con toda la vida por delante, era un suspenso ambulante, un coronavirus que no mata pero que tampoco desaparece. En mi caso, el adjetivo renegao que tanto usaba el abuelo era sinónimo de incapaz.

«El Marqués» era mi abuelo. Los amigos del abuelo celebraron cómplices mi decisión, como si yo fuera otro joven más del grupo.

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