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La crisis global genera consecuencias profundas, graves e incluso devastadoras para muchos países. América Latina es una víctima de esta crisis. Estas dificultades de coordinación se expresan también en el nivel regional, en donde no se ha logrado construir visiones compartidas para enfrentar la crisis. Más aún, en muchos casos han surgido respuestas que apelan más al proteccionismo que al desarrollo de acciones concertadas entre los países.
Cabe destacar que los distintos países han tomado medidas que buscan mitigar los efectos de la crisis y proteger sus respectivas economías. En este sentido, se puede señalar que la región se encuentra en mejores condiciones de enfrentar esta crisis que durante las décadas de 1980 y 1990. En general, sin embargo, los programas aplicados por los países tienen un fuerte sello económico y financiero, sin que se expliciten medidas equivalentes en el terreno político. Este tipo de medidas requieren de acuerdos nacionales específicos, quizás una de las vulnerabilidades más fuertes de los países de la región, en particular para concertar políticas entre el Poder Ejecutivo y el Congreso, establecer mesas de diálogo con la participación de diversos actores, así como conversaciones con los partidos políticos en la búsqueda de posiciones que vayan más allá de la coyuntura en una perspectiva de largo plazo1.
Esta forma de solución de un problema global que se expresa localmente, generando graves consecuencias, abre oportunidades no solo para mitigar a través de políticas sociales y económicas el impacto de la crisis, sino también para reafirmar la perspectiva democrática y lograr una mejor gobernabilidad. Entre los analistas se discute en qué momento estalló la crisis y cuáles son sus causas inmediatas. Lo que sí queda claro es que hacia agosto de 2007 la crisis ya había tomado forma. Los países de la región comenzaron a tomar conciencia de ella en ese momento, pero no se adoptaron decisiones.
Se pensaba, en aquellos meses, que la región podría «desacoplarse», en especial por la importancia creciente de la economía de China y otras economías asiáticas para los países latinoamericanos. La velocidad con que la crisis se expresa en los diversos países también varía. Los primeros efectos se hicieron sentir en los países con mayores niveles de apertura económica, básicamente a través de una caída en las exportaciones, lo que generó desempleo y una reducción del comercio. El contexto en el cual se ubica la crisis es global y sistémico.
Involucra aspectos financieros, a los que hay que agregar la crisis alimentaria de 2008, que aún se mantiene vigente en sus aspectos estructurales. Lo mismo ocurre con la crisis energética –que ha reducido su impacto por la caída transitoria de los precios de la energía– y la crisis de violencia que sufre América Latina. Incertidumbre sobre el desarrollo y la evolución de la crisis en los distintos países de la región, sobre la velocidad y profundidad con que afectará a los distintos sectores en cada país. Pero también la incertidumbre marca la evolución de la crisis en el contexto global y en la capacidad de aplicación de las respuestas por parte del G-20.
Otra certeza a mencionar es que, como consecuencia de la crisis, los paradigmas asociados a una economía de mercado sin regulación cayeron de manera tan rápida y estrepitosa como el Muro de Berlín. Si no existe claridad sobre los conceptos que permitirán superar la crisis, difícilmente habrá un diseño compartido con una visión de futuro capaz de construir la institucionalidad del siglo XXI. Pero es fundamental elaborar mecanismos de acción que regulen el sistema financiero global, así como las instituciones que, a escala regional y nacional, sean las contrapartes para enfrentar la crisis, sobre todo si se busca una respuesta democrática capaz de resolver los graves problemas de marginalidad, pobreza y hambre que sufre un alto porcentaje de los seres humanos. La crisis genera múltiples efectos negativos sobre la evolución de los mercados laborales.
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