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Tras un accidente con su avioneta, el piloto aterriza en el desierto. Las palabras del niño con el que se encuentra le exigen más tiempo y paciencia del que creía. Ya recuerda que a los seis años se preguntaba “¿Qué es lo que asusta de un sombrero?”, y su respuesta íntima era la de “una serpiente boa que digiere un elefante”.
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El piloto tiene prisas en arreglar su avioneta, pero va a tener que asimilar, merced a la relación de juego con el niño, que el diálogo afectivo entre ambos será la sorprendente forma de arreglo de los desperfectos, aquello que necesita.
“Dibújame un cordero”, será la petición del pequeño. Cuando conocemos a alguien, nos extraña que diga cosas como esa, y desconocemos su procedencia. Con el tiempo llegará a ser “triste olvidar a un amigo. Todo el mundo no ha tenido a un amigo”. Sugerimos que es algo que sorprende en las relaciones terapéuticas.
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Cada día, gracias al cordero, surge un nuevo detalle sobre la vida del principito: los boababs por ejemplo. Si el cordero se come una de las flores espinosas del niño, éste llora. Aquí ya aparecen los sentimientos y los recursos contra ellos, un contenido básico en las relaciones humanas que tiñe los recuerdos.
Los personajes que conocen el niño y el piloto en sus viajes por sucesivos planetas evocan la autoestima excesiva, a los superhéroes todopoderosos, a las personas miedosas y a los compulsivas, a las absurdas incongruencias con las que se les responde con visiones muy particulares del mundo. Desfilan así un monarca absoluto y universal, un vanidoso, un bebedor, un hombre de negocios, un farolero, un geógrafo, hasta que llegan a la Tierra.
El principito vuelve a llorar porque su flor, que creía tan especial, resulta una rosa ordinaria. Un zorro le propone una solución: “Si tú me domesticas y amansas nos necesitaremos el uno al otro”. Así se acercan, y, en adelante, va a ser mejor quedar a la misma hora. Anticipan esa expectativa dichosa. Para los psicoanalistas, está clara la necesidad de esta rutina.
Saint-Exupéry tiene una capacidad especial, la de otros narradores de cuentos, para estimular la actualmente llamada “memoria implícita”. Destaca el deseo de estar juntos y la ansiedad cuando se está separados, el efecto de la voz y de la presencia, como también el poder de las emociones, que a veces resultan también agresivas.
Contra toda esperanza, el aviador anuncia que ha conseguido el arreglo buscado, y el principito le añade que él también regresa a su asteroide. Ha llegado el momento en el que ambos protagonistas han encontrado agua. Repasan el camino que han recorrido desde que se conocieron. Una peligrosa serpiente les ha hecho pensar en el peligro de algunos finales en la vida. Su tristeza les enfrenta con la irreversibilidad de lo que han compartido.
El novelista siente que: “Me heló el sentimiento de lo irreparable…No soportaba la idea de no oír más esa risa. Era para mí como una fuente en el desierto”. Tanto el aviador como el principito sienten pena y lloran.
No dejamos de pensar que el escritor intenta elaborar su vida infantil, mediante la creación de ese “pequeño príncipe” que le recuerda constantemente una forma de pensar con la que él vivió y no olvida. Freud escribe que “la transferencia crea así una zona intermedia entre la enfermedad y la vida”. Es comprensible que aparezcan los recuerdos, que se repitan acciones olvidadas, para que de esa forma podamos elaborarlas. Especialmente por los conflictos traumáticos que arrastramos sin remedio desde la infancia.
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Saint-Exupéry acaba diciendo que: “Si pasamos por allí y se acerca un niño que ríe, que no responde cuando se le pregunta, escribidle deprisa a él para decirle que el principito ha vuelto”.
Las relaciones humanas nos dejan un poso de diverso signo, que es difícil olvidar, contra toda realidad. El poder inconsciente de dicho trato, la presencia de la infancia, demuestra que, gracias a estos vínculos afectivos, tuvimos la oportunidad de salir adelante. Es lo que nos recuerda “El principito”.
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