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ROMANOS Y GERMÁNICOS:
Fueron precisos largos años para que las comunidades se asociaran hasta el punto de mezclar sus tradiciones y formar una verdadera nación. Los obstáculos para esta fusión eran ciertamente numerosos, por empezar, cada comunidad tenía su propia lengua, hasta era casi imposible comunicarse.
Los germanos centraban la educación de sus hijos en la guerra, mientras que los romanos estaban acostumbrados a trabajar la tierra, en el campo, o a dedicarse a labores comerciales, artesanales o estatales en las ciudades.
Pero la brecha más poderosa, quizá, entre las dos culturas fue la religión, esa característica que, bajo el lema de la evangelización, marcó la Antigüedad Tardía y transformó por entero a Europa.
El Imperio Romano y la Iglesia (católica) se habían ido identificado una con la otra al punto de implicarse mutuamente. Cuando los germanos eran paganos, como los francos o los sajones, escuchaban más permisivamente a los misioneros romanos.
Pero gran parte de los pueblos germánicos se había convertido ya a una forma de la fe cristiana que la Iglesia había declarado herética: el arrianismo, que ofreció una fuerte resistencia a la predicación católica.
En algunos lugares, prevaleció una cultura sobre otra. Por ejemplo en el sudeste de Inglaterra y en los confines de Germania, donde la presencia romana era ya débil, la cultura de los sajones dominó por entero las nuevas costumbres de las comunidades.
En otras regiones, por el contrario, los germanos sólo representaron una minoría. Los vándalos de Cartagena o los ostrogodos en Italia representaron amenazas fuertes pero pasajeras para el orden romano, que estaba bien enraizado en la comunidad.
Durante estos primeros períodos hubo yuxtaposición y segregación entre las dos culturas. Por ejemplo, en la región cerca de París, la comunidad germánica fundó la villa de Clignancourt, que se instaló al lado de la villa romana de Clichy