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1. En una de las más difundidas monografías sobre el racismo en los últimos
años1 se establecen tres niveles de racismo: uno inorgánico, más o menos presente en
todas las sociedades, con manifestaciones aisladas; otro orgánico, en que el racismo
tiene instituciones que lo postulan, discursos propios, ideología; y una tecera, de racismo oficial, que tiene lugar cuando el estado lo asume como ideología propia. Cuando
nos referimos al discurso racista, es claro que aludimos, por lo menos, al segundo de
estos niveles, pues el primero –inorgánico o cotidiano2– carece de discurso.
Cuando nos enfrentamos con los discursos racistas, en cualquiera de los niveles
en que éstos se producen y emplean, lo primero que llama la atención es su irracionalidad extrema, al punto de caer en lo ridículo. El discurso racista toca la fibra de la risa,
de lo que fue caracterizado como lo más propio de lo humano –el homo ridens3–, o
sea que, los recursos jerarquizantes entre humanos terminan conmoviendo el propio
carácter lúdico de éste hasta provocar su risa. Argumentalmente son un juego ridículo,
pero sin embargo, tienen eficacia.
Es precisamente su eficacia lo que nos impone la necesidad de conocerlos para
enfrentarlos. Hay algo en ellos que no es ridículo, por mucho que, a la hora de analizarlos, sus contenidos se nos disuelvan en lo ridículo. Me parece claro que la estrategia
frente a los discursos racistas no puede consistir en centrar las baterías contra la arena
de los contenidos. Si hay algo que le otorga eficacia es su estructura que, por simplista, resulta eficaz. La tesis que sostengo y que trataré de demostrar en esta breve intervención, es que sólo existe una estructura del discurso racista, una única estructura
discursiva que se rellena con los más dispares y disparatados contenidos.
2. En un viejo trabajo de Sykes-Matza de 19574, complementario de la teoría de
la asociación diferencial de Sutherland5, estos autores se referían a las técnicas de
neutralización como parte de la educación diferencial de los criminales. En definitiva
se trataba de procesos de internalización de discursos racionalizantes (cuestión que psicológicamente se vincula a los mecanismos de huida –la racionalización es uno de
ellos– sobre los que investigó Anna Freud) que consisten en una ampliación o aplicación aberrante de las causas de justificación y de inculpabilidad del Código penal.
Aunque la criminología se haya desplazado ahora por otros carriles, los discursos
racistas, a poco que se observen, no son más que técnicas de neutralización aplicadas
a la programación expresa o tácita de empresas genocidas, especialmente a través de
lo que esos autores llamaron en su momento devaluación de la víctima. La estructura de cualquier discurso racista consiste, ante todo, en una devaluación de la víctima
acompañada de una ampliación de la legítima defensa y del estado de necesidad.
Esta estructura se apoya en dos vigas o elementos dogmáticos presupuestos