• Asignatura: Castellano
  • Autor: navesrojasdenice
  • hace 7 años

Porfió ayúdenme es urgente para mañana

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Respuesta dada por: irmacruz23
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Tres obras que forman parte de el género Narrativo:

LA LIEBRE Y LA TORTUGA.

Había una vez una liebre muy vanidosa por su velocidad. Siempre se burlaba de la lentitud de la tortuga. La tortuga no hacía caso a sus burlas, hasta que un día la desafió a una carrera. La liebre estaba muy sorprendida, pero aceptó.

Se reunieron los animales a observar la carrera y se determinaron los puntos de partida y de llegada. Cuando comenzó la carrera, la liebre dio mucho tiempo de ventaja a la tortuga, mientras se burlaba de ella. Luego comenzó a correr y sobrepasó a la tortuga con mucha facilidad. A mitad de camino se detuvo y se quedó descansando. Pero sin darse cuenta se quedó dormida.

Mientras tanto, la tortuga seguía avanzando lentamente, pero sin detenerse. Cuando la liebre se despertó, la tortuga estaba apenas a unos pasos de la meta, y aunque la liebre corrió tan rápido como pudo, no logró ganar la carrera.

La liebre aprendió valiosas lecciones ese día. Aprendió a no burlarse de los demás, ya que nadie puede considerarse superior a otros. Además, descubrió que lo más importante es mantener un esfuerzo constante al proponerse un objetivo.

LA ODISEA.

Entretanto la sólida nave en su curso ligero

se enfrentó a las Sirenas: un soplo feliz la impelía

mas de pronto cesó aquella brisa, una calma profunda

se sintió alrededor: algún dios alisaba las olas.

Levantáronse entonces mis hombres, plegaron la vela,

la dejaron caer al fondo del barco y, sentándose al remo,

blanqueaban de espumas el mar con las palas pulidas.

Yo entretanto cogí el bronce agudo, corté un pan de cera

y, partiéndolo en trozos pequeños, los fui pellizcando

con mi mano robusta: ablandáronse pronto, que eran

poderosos mis dedos y el fuego del sol de lo alto.

Uno a uno a mis hombres con ellos tapé los oídos

y, a su vez, me ataron de piernas y manos

en el mástil, derecho, con fuertes maromas y, luego,

a azotar con los remos volvieron al mar espumante.

Ya distaba la costa no más que el alcance de un grito

y la nave crucera volaba, mas bien percibieron

las Sirenas su paso y alzaron su canto sonoro:

“Llega acá, de los dánaos honor, gloriosísimo Ulises,

de tu marcha refrena el ardor para oír nuestro canto,

porque nadie en su negro bajel pasa aquí sin que atienda

a esta voz que en dulzores de miel de los labios nos fluye.

Quien la escucha contento se va conociendo mil cosas:

los trabajos sabemos que allá por la Tróade y sus campos

de los dioses impuso el poder a troyanos y argivos

y aún aquello que ocurre doquier en la tierra fecunda”.

Tal decían exhalando dulcísima voz y en mi pecho

yo anhelaba escucharlas. Frunciendo mis cejas mandaba

a mis hombres soltar mi atadura; bogaban doblados

contra el remo y en pie Perimedes y Euríloco, echando

sobre mí nuevas cuerdas, forzaban cruelmente sus nudos.

Cuando al fin las dejamos atrás y no más se escuchaba

voz alguna o canción de Sirenas, mis fieles amigos

se sacaron la cera que yo en sus oídos había

colocado al venir y libráronme a mí de mis lazos.

EL CANTAR DE ROLDAN.

Oliveros ha subido a una colina. Mira hacia su derecha, y ve avanzar las huestes de los infieles por un valle cubierto de hierba. Llama al punto a Roldán, su compañero, y le dice:

-¡Tan crecido rumor oigo llegar por el lado de España, veo brillar tantas cotas y tantos yelmos centellear! Esas huestes habrán de poner en grave aprieto a nuestros franceses. Bien lo sabía Ganelón, el bajo traidor que ante el emperador nos eligió.

-¡Callad, Oliveros -responde Roldán-; es mi padrastro y no quiero que digáis ni una palabra más acerca de él!

Oliveros ha trepado hasta una altura. Sus ojos abarcan en todo el horizonte el reino de España y los sarracenos que se han reunido en imponente multitud. Relucen los yelmos en cuyo oro se engastan las piedras preciosas, y los escudos, y el acero de las cotas, y también las picas y los gonfalones atados a las adargas. Ni siquiera puede hacer la suma de los distintos cuerpos de ejército: son tan numerosos que pierde la cuenta. En su fuero interno, se siente fuertemente conturbado. Tan aprisa como lo permiten sus piernas, desciende la colina, se acerca a los franceses y les relata todo lo que sabe.

-He visto a los infieles -dice Oliveros-. Jamás hombre alguno contempló tan cuantiosa multitud sobre la tierra. Son cien mil los que están ante nosotros con el escudo al brazo, atado el yelmo y cubiertos con blanca armadura; relucen sus bruñidas adargas, con el hierro enhiesto. Habréis de dar una batalla como jamás se ha visto. ¡Señores franceses, que Dios os asista! ¡Resistid firmemente, para que no puedan vencernos!

Los franceses exclaman:

-¡Malhaya quien huya! ¡Hasta la muerte, ninguno de nosotros habrá de faltaros!

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