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El arte que emplea la tecnología está siempre vinculado a la era de la información en la que nos encontramos; implica ubicuidad, interdisciplinaridad, inmaterialidad y comunicación y el videoarte es una de sus ramas con mejor salud, al menos en cuanto a grado de utilización. También, quizá, una de las más crípticas para el público general; intentaremos poner nuestro grano de arena para desentrañarlo.
Al hablar de ubicuidad, nos referimos a que sus mensajes pueden transmitirse con rapidez a cualquier lugar y su interdisciplinariedad implica que requiere, por parte del creador, de conocimientos más que básicos sobre distintos sistemas técnicos, a veces también de los propios de las Bellas Artes, y de su terminología específica.
¿Por qué inmaterial? No ocurre siempre (también en el arte tecnológico es posible que la obra sea el propio objeto), pero habitualmente un vídeo puede considerarse arte cuando comienza a proyectarse, cuando se pone en marcha el dispositivo analógico o digital que lo contiene; la cinta, CD-ROM o pantalla en sí no suele ser la propuesta artística. Veremos las excepciones.
Muchos expertos hacen coincidir los inicios del videoarte con la salida al mercado, en los sesenta, de las cámaras portátiles de vídeo Sony en Estados Unidos, cuyo uso permitía tanto plantear como aprovechar múltiples aspectos del lenguaje del movimiento: la velocidad, la superposición de imágenes… En el fondo, ese empleo del vídeo y de los televisores como materia prima creativa es una manifestación más del carácter experimental del arte contemporáneo, de la búsqueda continua de nuevas formas de expresión. Al referirnos a él, tenemos que recordar la máxima de Marshall McLuhan de que el medio es el mensaje Y como a toda regla le corresponde su excepción, ahora diremos que la clasificación de cualquier obra de videoarte en estas tres corrientes no es tan fácil.