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En cierta ocasión, Madeleine Albright, la exsecretaria de Estado de EE UU, calificó a este país de “nación indispensable”. La actual evolución de los acontecimientos en todo el mundo está demostrando que tenía razón, pero la prueba ha sido casi enteramente negativa. Actualmente, la importancia de Estados Unidos ha llegado a ser patente por la falta de dirección de EE UU en una crisis tras otra y que donde resulta más evidente de forma inmediata es en Siria.
En realidad, está formándose un mundo posamericano ante nuestros ojos, caracterizado, en lugar de por un nuevo orden internacional, por la ambigüedad política, la inestabilidad e incluso el caos. Es lamentable y podría resultar tan peligroso, que incluso antiamericanos intransigentes acaban añorando el pasado siglo americano y el papel de EE UU como fuerza mundial de orden.
Tanto subjetiva como objetivamente, EE UU ya no está dispuesto a desempeñar ese papel o no pueden hacerlo. Ha habido muchas causas: un decenio de guerra en el Oriente Medio, en sentido amplio, con su enorme costo en “sangre y recursos”; la crisis económica y financiera; una deuda pública cuantiosa; una reorientación hacia los problemas internos; y una nueva atención preferente a los asuntos del Pacífico; a todo ello se suma un relativo declinar de EE UU en vista del ascenso de China y del de otros países grandes.
Estoy relativamente seguro de que EE UU gestionará con éxito su reorientación y realineamiento, pero, aun así, el peso y el alcance relativos de su poder declinarán en el nuevo mundo del siglo XXI, mientras aumenta la fuerza de otros, que recuperan terreno. Desde luego, no se pondrá en tela de juicio el papel mundial de EE UU. China estará muy ocupada abordando sus contradicciones internas durante mucho tiempo aún. Tampoco es probable que India o Rusia planteen un desafío grave. Y el alboroto de voces contradictorias de Europa parece excluirla de la pretensión de ocupar el lugar de EE UU.
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