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El camino que condujo a Napoleón hasta el trono imperial comenzó con el golpe de estado de 18 de Brumario y la nueva Constitución del Año VIII (1799), que convertía a Bonaparte en Primer Cónsul tras su retorno de la campaña de Egipto, y después de la enmienda de 1208, que hacía este cargo vitalicio. Bonaparte acaparó cada vez más poder y ganaba apoyos para su visión sobre la reconstrucción de Francia y sus instituciones. Gradualmente fue diluyendo a la oposición y el entusiasmo revolucionario, usando de forma sistemática el exilio, la opresión burocrática y las vías constitucionales. La decisión del Senado el 24 de mayo de 1804, que le otorgaba el título de emperador, no fue sino el colofón al pavor que el mismo había creado.
Napoleón fue un gobernante que concentró en su persona más autoridad de la que nadie había tenido previamente. Su capacidad de trabajo era extraordinaria, y poseía una prodigiosa memoria para los detalles, además de un fino juicio a la hora de tomar decisiones. Ningún jefe de estado había dado expresión a las pasiones del pueblo francés como él lo hizo: el aborrecimiento a los nobles exiliados, el miedo al Antiguo Régimen, la antipatía por los extranjeros, el odio a Inglaterra, un desmedido apetito por la conquista, enardecida por la propaganda revolucionaria, y finalmente, su ansia personal por la gloria.
Las victorias obtenidas por los ejércitos franceses en las guerras de coalición, y las mejoras introducidas por el Consulado, dotaron a Napoleón de un extraordinario poder, que le llevaría, primero, a ser nombrado cónsul vitalicio, con facultad de designar a su sucesor y, posteriormente, a emperador de los franceses en 1804.