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La primera crítica parte de un error introducido por la terminología: democracia significa literalmente "poder del pueblo". Pero eso es un imposible, porque entonces el poder no se ejercería sobre nadie, ya que el pueblo engloba a todos los habitantes de una nación; y porque no existe un pueblo unánime –salvo en las fantasías utópicas–, sino muchas tendencias dentro de cada uno. De hecho, en todos los regímenes estables el poder lo ejerce una persona apoyada por una oligarquía, y lo ejerce sobre el pueblo. Lo que distingue a la democracia no es ese imposible poder popular, sino la limitación del poder en un plano temporal (elecciones sucesivas) y estructural (libertades, división de poderes). A eso llamamos democracia, con palabra un tanto inadecuada, quizá habría que buscar otra. Y por tanto democracia y liberalismo desarrollado vienen a ser sinónimos (existe un primer liberalismo no del todo democrático, es decir, sin sufragio universal; pero por su propia dinámica esta doctrina conduce a él).
Con frecuencia se oponen democracia y liberalismo, sobre la base de que el pueblo, o la mayoría de él, puede votar soluciones totalitarias. Ciertamente puede hacerlo y lo ha hecho en ocasiones. Pero esa votación no supone ninguna democracia, sino su negación, y normalmente proviene de situaciones desesperadas o de graves errores de los políticos y los partidos.
En cuanto a la partitocracia, todo régimen lo es. Si en el pueblo nunca existe unanimidad, tampoco la hay en las oligarquías, que siempre y necesariamente se dividen en partidos, con ese u otros nombres (camarillas, familias, grupos de poder...), y la historia demuestra cuántas veces han resuelto sus diferencias mediante intrigas criminales, asesinatos y guerras civiles. Y siempre que un partido ha logrado desplazar totalmente a los demás se ha dividido a su vez internamente en nuevas facciones; puede considerarse una ley social derivada de la individuación de la especie humana.