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Respuest
potencia europea y en cierto modo mundial, pero demostraría seguir siendo una gran potencia.
El siglo XVII se presenta para España como un declive prolongado, no tanto en territorio, pues la expansión imperial continuó por América, casi duplicando la del siglo anterior, pero sí en los órdenes demográfico, económico y político.
Suele estimarse que, por efecto de las epidemias, Alemania perdió 6 millones de habitantes, Italia 1,7, Francia, Inglaterra y Escocia tuvieron varias recurrencias, y solo la peste de 1655-6 acabó en Londres con 100.00 personas. Viena, Praga, Nápoles y muchas ciudades más sufrieron igualmente, como también el mundo islámico y China, donde una terrible peste remató a la dinastía Ming por los años 40. Tal vez influyó en todo ello el empeoramiento de la Pequeña edad del hielo, extendida de mediados del siglo XIV a mediados del XIX. En varias ocasiones las cosechas se perdieron por veranos demasiado frescos, o alternativas de sequía y lluvia excesiva.
España pudo perder por estas causas 1,2 millones de vidas, sin contar las de América, también duramente golpeada. El siglo empezó con una peste venida de los Países Bajos, que causó medio millón de víctimas; la de 1647, importada del norte de África, hizo unas 30.000 en Valencia, 50.000 en Málaga y 60.000 en Sevilla, que quedó arruinada. En 1676-85, enfermedades y hambres pudieron segar un cuarto de millón de vidas. Los muertos en acción de guerra debieron de ser relativamente pocos, pero las levas solían incluir una considerable mortandad por epidemias. En toda Europa la población se estancó o retrocedió algo, y en España parece haberse estancado en la periferia y disminuido en el centro. Los pesados tributos empobrecieron al campesinado y capas bajas de la población, no solo en Castilla, que cargaba con los dedicados a la defensa común, sino en Aragón, por las exacciones internas de sus oligarquías. En el último tercio del siglo, bajo el último rey Habsburgo, Carlos II, la economía parece haber mejorado, si bien acompañada de un mucho más profundo declive político y cultural.
La implicación española en Flandes y en Alemania parece la causa de la decadencia político-militar del país; Francia, principal instigadora de la Guerra de los treinta años, salió en cambio muy beneficiada. Se ha criticado la decisión española de continuar la guerra de Flandes después de la Tregua, pero difícilmente se habría evitado. Entre los calvinistas dominaba el partido belicista y sus aspiraciones abarcaban a todo Flandes. Y la admisión de la independencia holandesa por Madrid habría acarreado un desprestigio letal, justificado la imagen difundida por saboyanos y venecianos, de "un elefante con el ánimo de un pollito", estimulando a las potencias protestantes y a Francia a atacar con más decisión. Si España no defendía su posición exterior con alguna eficacia, tendría que librar la lucha en su interior, como en parte sucedió.
Una vez descartado la amenaza otomana (aunque requiriese vigilancia permanente), el enemigo más peligroso pasó a ser Francia, por su posición geoestratégica y su poderío, casi siempre detrás o al lado, con dinero o agentes, de cuantos podían perjudicar a España y al Sacro Imperio: turcos, moriscos, rebeldes catalanes, andaluces y portugueses, holandeses, ingleses, italianos descontentos, protestantes alemanes, daneses o suecos; cuando no entraba en liza directamente. Madrid tenía conciencia de ello, y cuando Francia pasaba a la acción, supeditaba los demás problemas al francés. El semifracaso español en Flandes y en la Guerra de los treinta años se debió ante todo a que, por esa causa, hubo de combatir casi siempre en varios frentes, al que se añadió el abierto por holandeses e ingleses en los océanos. Lo realmente notable es que el país infligiera tales reveses a sus adversarios y resistiese tanto tiempo.
Cuantitativa y cualitativamente, los adversarios crecieron mientras España se estancaba. Más que las dificultades demográficas y económicas, que en mayor o menor medida padecía la mayor parte de Europa, la causa del declive español puede achacarse a un cambio de mentalidad. La del XVI había sido abierta y animosa ante los problemas religiosos, morales y políticos –la guerra justa, la conquista, la economía, las relaciones internacionales, las cuestiones planteadas por el protestantismo, la reforma eclesial...–, en el XVII la religión tiende a hacerse cerrada, formulista y pomposa, rasgos extendidos a la clase política. Los títulos que antaño expresaban disposición a combatir por el país, se convirtieron en honores vacuos y a menudo comprables, y en todas las capas sociales creció la corrupción y resistencia a la recluta, en un clima pesimista bien distinto de la confianza e iniciativa del siglo anterior. La actitud general se volvió rentista, defensiva, contraria a novedades (novedad, no verdad, se decía con vacuo juego de palabras) y aferrada