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El último paro nacional convocado por las centrales sindicales, el pasado 20 de junio, transcurrió discretamente, es decir, distante y ajeno a la opinión pública. No solo por la invisibilización a la que nos tienen acostumbrados los medios de comunicación, sometidos al libreto del poder económico, sino sobre todo por la incapacidad del propio movimiento sindical para paralizar realmente la economía nacional y regional. Constatación que no debiera extrañarnos, conocido el contexto. El paro lo convocaron organizaciones gremiales con escaso arraigo entre los trabajadores, dado el reducido peso del sindicalismo en la PEA, en un momento en que la pugna entre el Ejecutivo y el Legislativo por el futuro de la reforma político-electoral –cuestión de confianza de por medio– ocupa el centro de la agenda nacional. En paralelo, la economía sigue acumulando malestar en la base, con sus dificultades para crecer y generar empleo; el fundamentalismo conservador confabula contra las políticas públicas con enfoque de género; mientras otros conflictos (activos y latentes) siguen relegados en las prioridades de la política oficial.