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Tramontana de Gabriel García Márquez
Lo vi una sola vez en Boccacio, el cabaret de moda en Barcelona, pocas horas antes de su mala muerte. Estaba
acosado por una pandilla de jóvenes suecos que trataban de llevárselo a las dos de la madrugada para terminar la
fiesta en Cadaqués. Eran once, y costaba trabajo distinguirlos, porque los hombres y las mujeres parecían
iguales: bellos de caderas estrechas y largas cabelleras doradas. Él no debía ser mayor de veinte años. Tenía la
cabeza cubierta de rizos empavonados, el cutis cetrino y terso de los caribes acostumbrados por sus mamás a
caminar por la sombra, y una mirada árabe como para trastornar a las suecas, y tal vez a varios de los suecos. Lo
habían sentado en el mostrador como a un muñeco de ventrílocuo, y le cantaban canciones de moda
acompañándose con las palmas, para convencerlo de que se fuera con ellos. Él, aterrorizado, les explicaba sus
motivos. Alguien intervino a gritos para exigir que lo dejaran en paz, y uno de los suecos se le enfrentó muerto
de risa.
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