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La Guerra Fría significó para los europeos un orden que se asumió como natural y al que al final se habían acostumbrado. Mi generación, por ejemplo, no se pudo imaginar durante mucho tiempo que se produjera ningún cambio en el sistema, y en todo caso, la gente en general prefería una guerra fría a una guerra con armas. En realidad esta situación provocaba una especie de seguridad, pues daba la sensación de que las potencias, aunque estaban en una competencia de armamento, no estaban realmente interesadas en una guerra. Así, la Guerra Fría se convirtió en una suerte de ceremonia con sus propios y específicos rituales, pero que en todo caso proporcionaba la seguridad de que ninguno de los dos lados se animaría a desatar una guerra. El hecho de que las fronteras de este conflicto pasaran por Alemania, por el muro que traspasó Berlín desde 1961, era además un problema especial para Alemania. En mi país la confrontación era algo cotidiano, y parecía que no se la podría superar. Se vivía permanentemente dentro de un campo de tensiones entre los Estados Unidos, que daban protección a Alemania Occidental, y la Unión Soviética, que lo hacía con la República Democrática Alemana.
Sin embargo, desde 1989 el sistema soviético colapsó. Y el hecho de que nadie esperara esto puede ser referido con una anécdota personal. En una conferencia internacional realizada en París a comienzos de 1989, todos los colegas historiadores que participaban habían concluido en que un cambio de la situación no sería deseable ni posible. Para entender esta percepción es necesario repasar la forma que adquirió este sistema estabilizado inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial.
La alianza que habían establecido las dos potencias aliadas para luchar contra Hitler no perduró después de 1945, pues ambas representaban sistemas diametralmente opuestos: en Occidente, los Estados Unidos, con sus ideales de una democracia parlamentaria, como garantes de una libertad individual que tenía fundamento en un orden de mercado capitalista, por un lado, y la Unión Soviética, por el otro, que prometía bienestar y felicidad en un futuro socialista y democrático-popular, como antítesis de la democracia individualista del capitalismo. Mientras que el éxito material y el estándar de vida lujoso que mostraba el ciudadano norteamericano promedio era inmanente al modelo del orden de occidente, la felicidad que prometía el socialismo estaba en el futuro.
Así, Europa y el mundo se dividieron en dos bloques de potencias y durante medio siglo ambos sistemas estarían confrontados diametralmente. La desconfianza de Stalin activó el temor de Washington de una revolución mundial patrocinada por la Unión Soviética, por lo que inundó Europa con ayuda material para inmunizarla del comunismo. El Plan Marshall, que entró en vigencia en 1948, fue verdaderamente una vigorosa y efectiva ayuda económica al occidente europeo, y sus efectos psicológicos y materiales fueron de una dimensión difícil de valorar. La ayuda norteamericana fue especialmente apreciable para la parte occidental alemana. Muchos pensaban incluso que ayudar al enemigo después de tres años de finalizada la guerra era incomprensible y que en realidad Alemania debía ser castigada.
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La Guerra Fría significó para los europeos un orden que se asumió como natural y al que al final se habían acostumbrado.
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